martes, 16 de septiembre de 2014

INMORTALIDAD



INMORTALIDAD

Anacleto Lanzagorta  padecía algunas de las enfermedades propias de su avanzada edad, Torcuato  Zamarripa era su amigo desde la infancia, ambos rayaban los setenta.

Anacleto fue siempre un hombre piadoso, un creyente empedernido, ahora que se acercaba el ocaso de su vida, se mostraba muy nervioso y angustiado, una gran depresión le arrancaba su serenidad, los males se le habían agudizado, la diabetes le provocaba molestos trastornos en los ojos, los pies y los riñones, todo su cuerpo sufría los dulces estragos pancreáticos, por las noches no conciliaba el sueño sino hasta tomar sus ativanes, amén de muchos otros medicamentos que supuestamente le hacían más ligera la carga de los años.

Agradecía cada noche los bienes recibidos, rezaba largas plegarias que su memoria aún no perdía, oraciones que su abuela paterna le había enseñado en su niñez, también recitaba la letanía y lo aprendido en el catecismo que le habían inoculado en la primera mitad del siglo pasado.

Era Anacleto un fiel seguidor del Santo Niño de Atocha, fe ciega siempre le  tuvo, varias imágenes del santito adornaban su vivienda.

Con tremendos dolores una noche hincado, haciendo sus acostumbradas genuflexiones, con la señal de la cruz en cada mano y extendiendo los brazos, entonaba un salmo frente a la efigie del Santo Niño, de pronto un extraño resplandor iluminó la imagen, el ícono cobraba vida, la carita de yeso sonrió, sus ojos se enfocaron después de leve parpadeo en los de Anacleto, quien juntó sus manos al frente, en señal de reverencia y escuchó la voz del infante encarnado que le decía:

-Anacleto, por tu bondad, tu caridad y tu entrega a la Iglesia, te concederé el deseo que me pidas, ve a consultarlo con la almohada y mañana regresas y me lo dices, en el entendido de que sin condición, te será cumplido.

Así Anacleto se retiró jubiloso de aquel altar, para cantar aleluyas y salves al cielo.

Por la tarde Torcuato Zamarripa pasaba a saludarlo, ambos se acomodaron en la sala alrededor de la chimenea para tomar el habitual café, Anacleto relató a su amigo la experiencia vivida en el templo y la oportunidad que le brindaba el milagroso Santo Niño de Atocha.
Muchas opciones barajearon: la sanación de todos sus achaques, la resucitación de su mujer, el regreso de sus hijos al hogar, el aumento de su pensión, el premio mayor de la lotería, el restablecimiento de la salud de su hermana y hasta un nuevo guardarropa; en fin, él escuchaba atento las recomendaciones de su amigo para sumarlas a las propias, ya elegiría alguna por la noche.

Anacleto amaneció convencido que lo que más deseaba era seguir viviendo, el pánico que siempre le había profesado a la muerte le atormentaba desde pequeño y ésta era la oportunidad única de eliminarla de una buena vez y para siempre.

Así fue como Anacleto Lanzagorta a la mañana siguiente se santiguó al pie del altar donde el Santo Niño lo miraba con ternura y benevolencia.

-¿Qué decisión tomaste Anacleto? Ten la certeza que cualquier deseo te será concedido, tal cual te lo prometí.- le dijo la imagen-

-¡No quiero morir! – le dijo Anacleto, el Santo Niño fingió no haberle escuchado bien y con su manita le conminó a que repitiera su petición.

-¡Quiero vivir para siempre!-  exclamó Anacleto,  con voz entrecortada – ¿será mucho mi atrevimiento?  ¿Me podrías conceder tal felicidad?-

-Muy bien ¡la vida eterna¡ intercederé por ti, cuenta con que tu anhelo será cumplido y jamás revertido, vivirás por los siglos de los siglos, los milenios pasarán, las generaciones transcurrirán eslabonadas, los niños se harán abuelos y tú, solo tú, permanecerás a través de los tiempos-.

La historia seguirá corriendo, las estaciones con su cíclica cadencia desfilarán ante tus ojos, las fechas del calendario caerán de acuerdo al transitar de los astros en el cielo, los cementerios se seguirán llenando de restos, los sepelios continuarán en las funerarias, los féretros dentro de las carrozas fúnebres partirán a depositar su carga a los panteones, los sepulcros cerrarán sus lápidas para guardar el silencio y la oscuridad que rodeará a los cadáveres; pero tú permanecerás con vida atestiguando el efímero transitar de tus congéneres-.

- No podré detener el deterioro de tus carnes, ni la caída de arrugas sobre tu piel, tampoco el trastorno de tu agotado cerebro, ni la acelerada decrepitud de tus huesos; el proceso de envejecimiento de todos tus tejidos no podrá detenerse, tampoco la paulatina pérdida de calidad de tus sentidos; pero seguirás viviendo, mi palabra está dada-.
-Verás la ancianidad de tus nietos, también la muerte de tus hijos, serás testigo de la ausencia todos tus contemporáneos, los tiempos modernos se habrán convertido en leyenda, las novedades del momento te serán aún más lejanas, no encontrarás con quien compartir ni el pan ni tus recuerdos, si es que todavía te queda alguno, serás visto como animal raro, vestigios del pasado, reliquia de museo, ruina de la historia antigua, nada habrá con lo que te identifiques, la moda pasará sobre ti como un velo inerte, los modismos de la lengua serán como un dialecto intangible, no podrás actualizarte con los constantes cambios surgidos, tu capacidad de adaptación no logrará sostener el paso, la evolución te dejará colgado en la obsolescencia, no conocerás a nadie, tu época se habrá cerrado, sus últimas luces habrán quedado sepultadas , ni siquiera dráculo podrá consolarte, tendrás que retirarte a sobrevivir bajo las sombras de una caverna donde nadie vea tus desgracias ni soporte el hedor de tus axilas-.

- Mira Anacleto, te doy la oportunidad de reflexionar la decisión, antes que sea demasiado tarde, puedes aún confirmarla o retractarte ¿Qué me dices?-

Anacleto hincado y con los brazos suplicantes abiertos, lleno de lágrimas le imploró con voz  jadeante: -¡dame la inmortalidad, no me dejes morir!

Así Anacleto Lanzagorta está hace muchos años,  escondido de la mirada de la gente, en alguna subterránea ermita,  sin atreverse a exponer a la luz del sol, su repulsiva calavera colgada de cartílagos putrefactos y embarrado de nauseabundas excrecencias.    

Torcuato Zamarripa murió por aquel tiempo, ahora descansa en paz.       
        

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