Cuando
veo que todavía hay bosques tupidos, que tenemos manantiales de límpidas y
tibias aguas, que corren arroyuelos entre las montañas, que por las vertientes
bajan frescos, contentos y caudalosos ríos; cuando miro y escucho entonar cien
aves sus melódicas cantatas y mecerse las matas de la selva, me salta la duda y
en un arrebato, concluyo que no estamos del todo perdidos, que tenemos
salvación, que aún hay tiempo de evitar el colapso.
Veo la inmensidad
de los mares, la plenitud del firmamento, la extensión del horizonte, el soplo
del viento transportando el polen y miles de chicharras cantando a la noche, me
surge la esperanza en la continuidad de
este paraíso.
Disfruto
el desierto que sereno aguarda con sed las primeras gotas del verano, me solazo
admirando el rocío que empapa las flores, me detengo observando como los
capullos abren sus pétalos para dar la bienvenida a las abejas, trayendo entre
sus patas el germen del futuro.
Miro los
peces de impresionantes colores surcar las cristalinas aguas del océano,
posarse en las alturas al águila real buscando su presa y veo la naturaleza en
su sagrada inconsciencia mostrando su belleza y su indómita fuerza; entonces me
digo, tenemos margen de maniobra, la salvación está al alcance, solo hay que
quitar a la clase política de en medio.
La clase
política internacional, la cupular, la que va contagiando en escala a las
subordinadas, la aferrada al poder y al dinero, la que no le importan los
pueblos ni la gente ni las personas y parece que ni el planeta.