EL MAR
En medio de
la tempestad, buscando la playa, un sitio seguro donde guarecerse, donde
esconderse de esta enorme tormenta y en ascenso; bajo los truenos y las
cataratas venidas del cielo, nos hallamos zozobrando entre las crestas de las
olas que revientan sin misericordia sobre nuestra endeble embarcación, un navío
improvisado, que más parece una balsa incapaz de resistir estas aguas que abren
sus fauces para devorarnos cada instante. Un relámpago ilumina lontananza, allá
a lo lejos unas palmeras sacuden sus cabelleras que inclinadas besan la arena,
el dios Poseidón enfurecido agita sus brazos a todo lo ancho del mar y nosotros
como una cascara de nuez partida, nos sumergimos en sus profundidades casi desahuciados.
Pedir a Neptuno,
implorar la intervención de los dioses celtas o del dios vikingo Odín o hasta a
Tláloc, rezarle al terror de Jehová, para que nos salven de este diluvio, es lo
único que nos queda.
Debe haber
una esperanza, una siquiera que nos conduzca y allá vamos disparados por los
aires en un profundo soplo de Poseidón, ahora estamos volando en las negras
alturas de la noche, ahogándonos de oscuridad y de temor y de océano empapados.
Pero hemos
milagrosamente llegado a la playa, los restos de la balsa hechos añicos rebotan
a nuestro rededor, pero sanos y salvos, nos vomitó el mar.