lunes, 21 de agosto de 2017

LA COPA VACÍA


Me hubiera gustado ser un fiel creyente de algún Dios magnánimo, espléndido y cariñoso; rezarle agradecido, rendirle alabanzas y homenajes con regocijo, festejar su existencia con lazos de infinita admiración y eterno reconocimiento ante su grandeza inconmensurable y recibir sus bendiciones en cascada.
Un Dios que vigilara la justicia y la perfección de las criaturas y el sano equilibrio de las fuerzas naturales, un Dios que alentara la vida en la tierra, que armonizara la conducta de los hombres, que llenara las almas de alegría y de salud los cuerpos, que guiara nuestros esfuerzos a la concordia.
No me sirve el Dios consolador de penas, ni el que alivia enfermedades, ni el que hace triunfar a los exitosos ni fracasar a los perdedores; ni el Dios que impone su voluntad sobre los hombres, tampoco que auxilie en los problemas cotidianos, que salve de castigos, ni que exija sufrimientos para ganar premios.
Nunca me ha interesado un Dios que intervenga en auxilio de sus creyentes en momentos de crisis, ni ese que se apiada de ruegos inútiles, que demanda sacrificios, que exige sometimiento de la razón y que es ávido de amor. Jamás ese dios que juzga, amenaza, condena y excluye a muchos y prefiere unos cuantos.
Escojo un Dios a modo del hombre libre, tan solo un catalizador de la existencia, un paliativo refrescante que nos llene de energía y optimismo, un Dios discreto y silencioso, sin religiones ni iglesias, sin párrocos ni obispos, sin templos llorones, ni viejos rosarios ni pilas bautismales;  un Dios sin ritos y sin dogmas, sin doctrinas ni confesiones.

Un Dios que no espera tu muerte con la espada desenvainada porque no lo amaste suficiente, un Dios que ríe con tu sonrisa y que se llena de contento con tu paso         

ASÍ SE LA PASABAN .

    (En Depretlán, al Este de la Isla)

Extraña religión aquella, la que imperaba en esos lejanos parajes, doctrina de sacrificios perennes, de constantes castigos, de renuncias forzadas y enormes prohibiciones.
Cuentan que desde la cúpula de aquella milenaria tradición epicúrea, emanaban como lava volcánica las más horrendas amenazas. La felicidad era el peor de todos los pecados y por consecuencia lo que apuntaba hacia conseguirla, era condenable. Dionisios era un ejemplo,  Ay! De aquél que se riera, la menor sonrisa era objeto de sanción y cualquier carcajada era tomada como un desafío al mismísimo Dios.
Todo placer, merecía sentencia entre las llamas; el goce, la perdición de la esperanza; lo podía constatar Baco,  el disfrute era ya estar en la antesala del infierno; lo decía Afrodita, el deleite era considerado como una aberración; descansar ameritaba tortura.
Todo tipo de regocijo estaba proscrito, cualquier chispa de alegría era delito, todo síntoma de entusiasmo era de inmediato reprimido con violencia; Saludar era, denigrante; ser cortés, repugnante; ser atento, degradante; ser amable, era ser cobarde y hasta ser cariñoso era insultante.
Por eso en esos lares todos andaban serios, mal encarados, hoscos, tristes, cabizbajos, silenciosos, eran cumplidores de las tradiciones y de las leyes, les remordía la conciencia estar alegres y en los escasos momentos que por descuido, eran felices, llegaba el arrepentimiento a morder la conciencia ya enajenada.     

lunes, 7 de agosto de 2017

LA TRISTEZA.


Habíamos caminado desde la madrugada, cuando la oscuridad nos encerraba en un camino que a tientas y tropezones recorríamos casi sin rumbo; después de horas que me parecieron años, el día despertaba bostezando muy despacio.
-¿Falta mucho?- me preguntó Valentina, no supe responderle, era la primera vez que yo andaba esas veredas olvidadas, tapizadas de polvo, piedras y hormigueros; unos cuantos matorrales a los lados y la lejanía rodeándonos por todos los puntos cardinales.
Extraños estruendos se oían a los lejos, nos deteníamos como en espera de hallar su causa, abriendo un espacio de silencio por si se repetía; pero solo escuchábamos las chicharras y el viento que soplaba entre las espinas de los nopales y las gobernadoras.
-¿A dónde me llevas?- insistía Valentina cada rato; yo callaba, me limpiaba el sudor y los mocos, con el sombrero en la mano le señalaba “para allá” y continuábamos avanzando por aquellas interminables laderas.
Ya al medio día, el calor era insufrible, la  sed nos corroía las entrañas, el cansancio hacía mella en nuestros cuerpos, en nuestra moral. Divisamos a la distancia una mojonera que algo nos debía indicar, sentimos una luz en el camino, al acercarnos vimos que tenía un mensaje ya casi indeleble que tradujimos como: “ya falta poco”, decía: “La Tristeza, Poblado próximo” y dos leguas adelante, apareció un anuncio desvencijado que pendía de un mezquite que por ventura nos brindó su escasa sombra y que así rezaba: Rancho “La Tristeza  20 minutos.
Un vuelco al corazón nos hizo sentir tal noticia, comimos unos mezquites,  algunas tunas y proseguimos la marcha con la esperanza de por fin encontrar nuestro destino.
Bajando la colina se veía a lo lejos una ranchería que, conforme trotábamos ansiosos, se aclaraba.


-¡Ya mero llegamos!- exclamó Valentina con una sonrisa de sus resecados labios y en efecto, por fin cruzamos los bordes del despoblado rancho.
Bienvenidos a “La Tristeza” decía una manta rasgada por los aires, parecía una vieja bandera ondeando.  Me dije, en este rancho no hay postes ni alambres columpiando encima de las calles, pues estas además no existen. Algunas ruinas de adobe se diseminaban en torno a un molino de viento, cuya única aspa  se movía como una manecilla temblorosa.
Valentina me miró con cara de reproche -¿A dónde me has traído? Aquí no hay nadie, no hay nada, ni siquiera un pozo, un aguaje, una noria-
-No te agüites, -le dije,- vamos a echarnos a descansar y desde entonces nos quedamos dormidos y no pretendemos despertar nunca jamás.