Me hubiera
gustado ser un fiel creyente de algún Dios magnánimo, espléndido y cariñoso;
rezarle agradecido, rendirle alabanzas y homenajes con regocijo, festejar su
existencia con lazos de infinita admiración y eterno reconocimiento ante su
grandeza inconmensurable y recibir sus bendiciones en cascada.
Un Dios que
vigilara la justicia y la perfección de las criaturas y el sano equilibrio de
las fuerzas naturales, un Dios que alentara la vida en la tierra, que
armonizara la conducta de los hombres, que llenara las almas de alegría y de
salud los cuerpos, que guiara nuestros esfuerzos a la concordia.
No me sirve
el Dios consolador de penas, ni el que alivia enfermedades, ni el que hace
triunfar a los exitosos ni fracasar a los perdedores; ni el Dios que impone su
voluntad sobre los hombres, tampoco que auxilie en los problemas cotidianos,
que salve de castigos, ni que exija sufrimientos para ganar premios.
Nunca me ha
interesado un Dios que intervenga en auxilio de sus creyentes en momentos de
crisis, ni ese que se apiada de ruegos inútiles, que demanda sacrificios, que
exige sometimiento de la razón y que es ávido de amor. Jamás ese dios que
juzga, amenaza, condena y excluye a muchos y prefiere unos cuantos.
Escojo un
Dios a modo del hombre libre, tan solo un catalizador de la existencia, un
paliativo refrescante que nos llene de energía y optimismo, un Dios discreto y
silencioso, sin religiones ni iglesias, sin párrocos ni obispos, sin templos
llorones, ni viejos rosarios ni pilas bautismales; un Dios sin ritos y sin dogmas, sin doctrinas
ni confesiones.
Un Dios que
no espera tu muerte con la espada desenvainada porque no lo amaste suficiente,
un Dios que ríe con tu sonrisa y que se llena de contento con tu paso
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