Habíamos
caminado desde la madrugada, cuando la oscuridad nos encerraba en un camino que
a tientas y tropezones recorríamos casi sin rumbo; después de horas que me
parecieron años, el día despertaba bostezando muy despacio.
-¿Falta
mucho?- me preguntó Valentina, no supe responderle, era la primera vez que yo
andaba esas veredas olvidadas, tapizadas de polvo, piedras y hormigueros; unos
cuantos matorrales a los lados y la lejanía rodeándonos por todos los puntos
cardinales.
Extraños
estruendos se oían a los lejos, nos deteníamos como en espera de hallar su
causa, abriendo un espacio de silencio por si se repetía; pero solo
escuchábamos las chicharras y el viento que soplaba entre las espinas de los
nopales y las gobernadoras.
-¿A dónde me
llevas?- insistía Valentina cada rato; yo callaba, me limpiaba el sudor y los
mocos, con el sombrero en la mano le señalaba “para allá” y continuábamos
avanzando por aquellas interminables laderas.
Ya al medio
día, el calor era insufrible, la sed nos
corroía las entrañas, el cansancio hacía mella en nuestros cuerpos, en nuestra
moral. Divisamos a la distancia una mojonera que algo nos debía indicar,
sentimos una luz en el camino, al acercarnos vimos que tenía un mensaje ya casi
indeleble que tradujimos como: “ya falta poco”, decía: “La Tristeza, Poblado próximo”
y dos leguas adelante, apareció un anuncio desvencijado que pendía de un
mezquite que por ventura nos brindó su escasa sombra y que así rezaba: Rancho “La
Tristeza” 20
minutos.
Un vuelco al
corazón nos hizo sentir tal noticia, comimos unos mezquites, algunas tunas y proseguimos la marcha con la
esperanza de por fin encontrar nuestro destino.
Bajando la
colina se veía a lo lejos una ranchería que, conforme trotábamos ansiosos, se
aclaraba.
-¡Ya mero llegamos!-
exclamó Valentina con una sonrisa de sus resecados labios y en efecto, por fin
cruzamos los bordes del despoblado rancho.
Bienvenidos
a “La
Tristeza” decía una manta rasgada por los aires, parecía una vieja bandera
ondeando. Me dije, en este rancho no hay
postes ni alambres columpiando encima de las calles, pues estas además no
existen. Algunas ruinas de adobe se diseminaban en torno a un molino de viento,
cuya única aspa se movía como una
manecilla temblorosa.
Valentina me
miró con cara de reproche -¿A dónde me has traído? Aquí no hay nadie, no hay
nada, ni siquiera un pozo, un aguaje, una noria-
-No te
agüites, -le dije,- vamos a echarnos a descansar y desde entonces nos quedamos
dormidos y no pretendemos despertar nunca jamás.
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