lunes, 7 de agosto de 2017

LA TRISTEZA.


Habíamos caminado desde la madrugada, cuando la oscuridad nos encerraba en un camino que a tientas y tropezones recorríamos casi sin rumbo; después de horas que me parecieron años, el día despertaba bostezando muy despacio.
-¿Falta mucho?- me preguntó Valentina, no supe responderle, era la primera vez que yo andaba esas veredas olvidadas, tapizadas de polvo, piedras y hormigueros; unos cuantos matorrales a los lados y la lejanía rodeándonos por todos los puntos cardinales.
Extraños estruendos se oían a los lejos, nos deteníamos como en espera de hallar su causa, abriendo un espacio de silencio por si se repetía; pero solo escuchábamos las chicharras y el viento que soplaba entre las espinas de los nopales y las gobernadoras.
-¿A dónde me llevas?- insistía Valentina cada rato; yo callaba, me limpiaba el sudor y los mocos, con el sombrero en la mano le señalaba “para allá” y continuábamos avanzando por aquellas interminables laderas.
Ya al medio día, el calor era insufrible, la  sed nos corroía las entrañas, el cansancio hacía mella en nuestros cuerpos, en nuestra moral. Divisamos a la distancia una mojonera que algo nos debía indicar, sentimos una luz en el camino, al acercarnos vimos que tenía un mensaje ya casi indeleble que tradujimos como: “ya falta poco”, decía: “La Tristeza, Poblado próximo” y dos leguas adelante, apareció un anuncio desvencijado que pendía de un mezquite que por ventura nos brindó su escasa sombra y que así rezaba: Rancho “La Tristeza  20 minutos.
Un vuelco al corazón nos hizo sentir tal noticia, comimos unos mezquites,  algunas tunas y proseguimos la marcha con la esperanza de por fin encontrar nuestro destino.
Bajando la colina se veía a lo lejos una ranchería que, conforme trotábamos ansiosos, se aclaraba.


-¡Ya mero llegamos!- exclamó Valentina con una sonrisa de sus resecados labios y en efecto, por fin cruzamos los bordes del despoblado rancho.
Bienvenidos a “La Tristeza” decía una manta rasgada por los aires, parecía una vieja bandera ondeando.  Me dije, en este rancho no hay postes ni alambres columpiando encima de las calles, pues estas además no existen. Algunas ruinas de adobe se diseminaban en torno a un molino de viento, cuya única aspa  se movía como una manecilla temblorosa.
Valentina me miró con cara de reproche -¿A dónde me has traído? Aquí no hay nadie, no hay nada, ni siquiera un pozo, un aguaje, una noria-
-No te agüites, -le dije,- vamos a echarnos a descansar y desde entonces nos quedamos dormidos y no pretendemos despertar nunca jamás.       


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