(En Depretlán, al Este de la Isla)
Extraña
religión aquella, la que imperaba en esos lejanos parajes, doctrina de
sacrificios perennes, de constantes castigos, de renuncias forzadas y enormes
prohibiciones.
Cuentan que
desde la cúpula de aquella milenaria tradición epicúrea, emanaban como lava volcánica las
más horrendas amenazas. La felicidad era el peor de todos los pecados y por
consecuencia lo que apuntaba hacia conseguirla, era condenable. Dionisios era un ejemplo, Ay! De aquél
que se riera, la menor sonrisa era objeto de sanción y cualquier carcajada era
tomada como un desafío al mismísimo Dios.
Todo placer,
merecía sentencia entre las llamas; el goce, la perdición de la esperanza; lo podía constatar Baco, el
disfrute era ya estar en la antesala del infierno; lo decía Afrodita, el deleite era considerado
como una aberración; descansar ameritaba tortura.
Todo tipo de
regocijo estaba proscrito, cualquier chispa de alegría era delito, todo síntoma
de entusiasmo era de inmediato reprimido con violencia; Saludar era,
denigrante; ser cortés, repugnante; ser atento, degradante; ser amable, era ser
cobarde y hasta ser cariñoso era insultante.
Por eso en
esos lares todos andaban serios, mal encarados, hoscos, tristes, cabizbajos,
silenciosos, eran cumplidores de las tradiciones y de las leyes, les
remordía la conciencia estar alegres y en los escasos momentos que por descuido, eran felices, llegaba el arrepentimiento a morder la conciencia ya enajenada.
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