EL ADIVINO
Era como
si una corriente universal de pensamiento lo atravesara y entre sus cuerdas le
envolviera, para anticiparle el porvenir, vectores y vértices emanados del más
allá, le anunciaban lo que vendría.
Olas de
energía se mecían al ritmo de una mágica batuta que alzaba y bajaba el tono de
mil voces. Sus sueños se embarraban de
futuras escenas, se contagiaban de misteriosas revelaciones provenientes del
cosmos, vibraciones extrañas mecidas por el soplo del destino.
Involucrado
en la eternidad por el tiempo, se imbuía en esos deleites e involuntariamente
profetizaba los acontecimientos siderales y humanos con asombrosa precisión.
Las
premoniciones prendían sus coordenadas para luego transformarse en realidad,
meridianos de claridad se incendiaban en noches de tormenta para develar lo que
venía, el palpitar del universo le llegaba como una corazonada.
Todo
sucedía sin alarma, la advertencia encendía sus visiones nocturnas, los hechos
se le hacían presentes antes de acontecer, no se sorprendía de cómo uno a uno,
se cumplían sus presentimientos, las noticias del mañana reposaban en sus
recuerdos.
No
predecía abiertamente, a nadie anunciaba estos avisos, trataba de explicarse
estas escenas como simples y constantes coincidencias, meras casualidades, se
percataba que iba siempre adelantado en las noticias.
Apenas
las rozaba con la punta de la conciencia, temía acariciarlas con el
pensamiento, la fatalidad que amenazaba presentarse le asustaba, deseaba
espantarla de un manotazo, borrarla con un parpadeo; aunque con frecuencia caía
como la sombra de un buitre, sobre los restos inertes de un cadáver.
Nada
podía hacer para evitar que esos augurios se cumplieran, se distraía soñando
con trineos, diligencias y carrozas tiradas por corceles que eventualmente, se
convertían en dragones que escupían lava y fuego.
El
futuro había pasado, la nostalgia por el presente retumbaba en sus oídos, las
cosas no eran más que remembranzas, las personas solo recuerdos, las imágenes
únicamente huellas, los sonidos apenas ecos.
Nada
estaba escrito, nada predeterminado, sin embargo los conjuros caían abrazados
de la fatalidad; los ogros siervos de Cronos continuaban escarbando en las
entrañas de la tierra, profanaban las reliquias que los brujos habían ocultado
entre los siglos, sus destellos le iluminaban, las alucinaciones cobraban vida,
el tiempo se incendiaba.
Continuaba
flotando en el centro del misterio, ahuyentando los milagros con mil gestos,
nadando en la nada, observando los rayos de oscuridad que atravesaban los
vapores de sus sueños, pero el futuro se le anticipaba, lo que pasaría se
adelantaba.
Ya nada
quería escribir, nada pensar, nada imaginar, especialmente cuando aquellos
espectáculos presentaban un rostro desastroso, las veces que los anuncios eran
amables, gentiles y felices le tranquilizaban, pero en ocasiones eran funestos, draconianos, espeluznantes; no
tenía la fuerza ni el poder para disuadirlos, para desviarlos, venían con
demasiada carga, con un peso descomunal
y la fatalidad se cumplía.
La clarividencia
que en él se había potenciado, le trastornaba la existencia, resistía a esa
anticipación con el estoicismo de un escéptico, pero al enterarse de los hechos
recientemente sucedidos, en su fuero interno se escandalizaba, como se lo había
pronosticado, así ocurría, a veces con otros matices, pero al fin esencialmente
iguales.
Sabía
con total certeza que moriría, tarde o temprano, de una u otra manera, pero no
quería saber cuando ni donde ni como; temía esa última revelación que de algún
modo le advertiría el término de la cuenta regresiva iniciada desde su
concepción.
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