martes, 16 de septiembre de 2014

EL ADIVINO



EL  ADIVINO

Era como si una corriente universal de pensamiento lo atravesara y entre sus cuerdas le envolviera, para anticiparle el porvenir, vectores y vértices emanados del más allá, le anunciaban lo que vendría.

Olas de energía se mecían al ritmo de una mágica batuta que alzaba y bajaba el tono de mil voces.  Sus sueños se embarraban de futuras escenas, se contagiaban de misteriosas revelaciones provenientes del cosmos, vibraciones extrañas mecidas por el soplo del destino.

Involucrado en la eternidad por el tiempo, se imbuía en esos deleites e involuntariamente profetizaba los acontecimientos siderales y humanos con asombrosa precisión.

Las premoniciones prendían sus coordenadas para luego transformarse en realidad, meridianos de claridad se incendiaban en noches de tormenta para develar lo que venía, el palpitar del universo le llegaba como una corazonada.

Todo sucedía sin alarma, la advertencia encendía sus visiones nocturnas, los hechos se le hacían presentes antes de acontecer, no se sorprendía de cómo uno a uno, se cumplían sus presentimientos, las noticias del mañana reposaban en sus recuerdos.

No predecía abiertamente, a nadie anunciaba estos avisos, trataba de explicarse estas escenas como simples y constantes coincidencias, meras casualidades, se percataba que iba siempre adelantado en las noticias.

Apenas las rozaba con la punta de la conciencia, temía acariciarlas con el pensamiento, la fatalidad que amenazaba presentarse le asustaba, deseaba espantarla de un manotazo, borrarla con un parpadeo; aunque con frecuencia caía como la sombra de un buitre, sobre los restos inertes de un cadáver.

Nada podía hacer para evitar que esos augurios se cumplieran, se distraía soñando con trineos, diligencias y carrozas tiradas por corceles que eventualmente, se convertían en dragones que escupían lava y fuego.

El futuro había pasado, la nostalgia por el presente retumbaba en sus oídos, las cosas no eran más que remembranzas, las personas solo recuerdos, las imágenes únicamente huellas, los sonidos apenas ecos.

Nada estaba escrito, nada predeterminado, sin embargo los conjuros caían abrazados de la fatalidad; los ogros siervos de Cronos continuaban escarbando en las entrañas de la tierra, profanaban las reliquias que los brujos habían ocultado entre los siglos, sus destellos le iluminaban, las alucinaciones cobraban vida, el tiempo se incendiaba.

Continuaba flotando en el centro del misterio, ahuyentando los milagros con mil gestos, nadando en la nada, observando los rayos de oscuridad que atravesaban los vapores de sus sueños, pero el futuro se le anticipaba, lo que pasaría se adelantaba.

Ya nada quería escribir, nada pensar, nada imaginar, especialmente cuando aquellos espectáculos presentaban un rostro desastroso, las veces que los anuncios eran amables, gentiles y felices le tranquilizaban, pero en  ocasiones  eran funestos, draconianos, espeluznantes; no tenía la fuerza ni el poder para disuadirlos, para desviarlos, venían con demasiada carga, con un  peso descomunal y la fatalidad se cumplía.

La clarividencia que en él se había potenciado, le trastornaba la existencia, resistía a esa anticipación con el estoicismo de un escéptico, pero al enterarse de los hechos recientemente sucedidos, en su fuero interno se escandalizaba, como se lo había pronosticado, así ocurría, a veces con otros matices, pero al fin esencialmente iguales.

Sabía con total certeza que moriría, tarde o temprano, de una u otra manera, pero no quería saber cuando ni donde ni como; temía esa última revelación que de algún modo le advertiría el término de la cuenta regresiva iniciada desde su concepción. 
    

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