lunes, 15 de septiembre de 2014

DISEÑO EQUIVOCADO



EL DISEÑO EQUIVOCADO

Acorralado, arrinconado en la esquina, orillado por la inercia, por una marea espesa y aplastante; ahí me mecía impávido, indefenso, impotente.

Por el momento las alternativas más plausibles estaban fuera del alcance de la mano, todos los recursos se habían empleado, todos los ensayos se habían hecho. Las salidas estaban cooptadas, las entradas obstruidas, el plantel a reventar ocupado.

Creo que había sido diseñado para otra clase de proyecto, uno mucho más alado, uno que remontara las alturas, que desde ellas vislumbrara las praderas, las montañas, las costas, la mar.

Era yo un ser hecho más para gozar, para disfrutar, para comer, para reír, para cantar, para bailar, para dormir, para soñar, para jugar, para platicar, para amar; que para todo lo contrario.

No estaba yo preparado para el sufrimiento, tampoco para el sacrificio; no estaba programado para obedecer, ni para hincarme ni para rezar, ni para juntarme con el rebaño o con la manada y seguir una rutina, una marcha cotidiana.

Me costaba mucho adherirme a una organización jerárquica cualquiera, no sabía agachar la cabeza, me costaba demasiado aplaudir al unísono con el público o el grupo a la indicación o a la iniciativa del líder, era yo excesivamente independiente, amaba con pasión mi libertad, no me gustaba rendir cuentas a nadie, ni dar explicaciones, ni informes, ni excusas.

Me repugnaba pedir, me fastidiaba cobrar, me enfermaba exigir, no fui nunca solícito, ni embaucador, me enfermaba promover, me asqueaba vender.

No estaba yo diseñado para asimilarme a este sistema de vida, no sabía trabajar, no podía cumplir con horarios, me desgastaban las esperas, me dañaba hacer fila, me asqueaban las antesalas, me mortificaban las entrevistas.

Una de las peores cosas que me podían pasar era solicitar empleo, me enfermaba pedir trabajo; esto era lo más denigrante de cuanto había y tuve que hacer innumerables veces; tampoco me agradaba convencer a nadie para que me diera dinero a cambio de algo o de nada.

Me molestaba mucho el que la relación con la gente estuviera estigmatizada en algún momento por alguna medida monetaria, lo hacía cuando no quedaba otro remedio; pero me daba perfecta cuenta que me repugnaba.

Tenía un diseño para trapecista, para gimnasta, para marinero, para buzo, para pescador, para piloto sideral; mi alma estaba hecha para disfrutar de la libertad del halcón, del vuelo del águila, del planeo del ave que remonta las alturas y desde allá se desplaza a gran velocidad dominando los campos con su vista.

Yo era un hombre bastante solitario, gozaba del silencio, del sonido del viento dulce rozar mis orejas, me gustaba ver el azul del cielo y el del mar confundirse, saludarse; me complacía ver las olas reventar con estruendo en los acantilados de la costa brava, me fascinaba la sonrisa mustia de las mujeres pudorosas, me encantaban las jóvenes de hermosas piernas, los muslos carnosos y sólidos de las féminas que desfilaban en el puerto, me deleitaban los bustos alzados y los cuellos suaves de las doncellas, sus caricias, sus voces, sus bailes discretos.

Me gustaba aprender, me enriquecía con los conocimientos  de los sabios, me extasiaba oyendo los hechos heroicos de la historia, imaginando el pasado de los siglos, me complacía resolver las ecuaciones, despejar las incógnitas, entender los problemas, desmenuzar las tesis, desglosar las ideas, trepanar los pensamientos, explorar las teorías, auscultar las religiones, examinar las políticas, criticar los sistemas, rebatir las doctrinas, juzgar al poder.

Yo no fui un hombre sencillo, me sabía complejo, no me contentaba con las explicaciones pueriles, tenía que llegar al fondo de las cosas aunque no encontrara nada.  Exigía mucho, pero era tolerante conmigo, me juzgaba con parcial benevolencia; con los demás era estricto; conmigo fui placable.

Era un hombre inadaptado, no podía aceptar lo que otros admitían con pasmosa naturalidad.

Me exigía congruencia, concordancia entre mis principios generales y mis acciones; procuraba que hubiese consecuencia entre mis convicciones profundas y mis actos externos.

Era  muy orgulloso, no perdonaba los agravios cometidos en mi contra; podían pasar meses o años,  yo guardaba aquel rencor amargo en mi memoria, consciente que era un veneno que me intoxicaba y no dañaba a mi trasgresor, almacenaba aquel deseo de venganza en mis recuerdos y cuando se presentaba la ocasión, aún sin desearlo deliberadamente, podía desencadenar el acto compensatorio fuera de la índole que fuera.

No soportaba presenciar abusos del fuerte contra el débil sin sacudirme, cuando esto sucedía inmediatamente intentaba nivelar la balanza.  No aguantaba abusos, a veces mi silencio era el castigo, a veces mi indiferencia la venganza.

No, yo no estaba diseñado para esta clase de convivencia competitiva, no me adapté, no encajé, no me hallé en ella. 

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