miércoles, 24 de septiembre de 2014

Marcial Maciel



MARCIAL

Llegó a confesarse con él, con el más depravado de los curas, el más desvergonzado, el más impúdico y degenerado.

La escudriñó con su pervertida mirada, la desnudó con esa misma sonrisa demoniaca que al ver a sus víctimas desplegaba.

-¿Qué hiciste hija mía?- preguntó… Ella con mustia actitud, confesó sus infames deseos de revolcarse desnuda con el inmundo fraile, cómo lo ansiaba, quería pecar con el lujurioso sacerdote, ese que tanta deliciosa penitencia dejaba; la vez pasada había quedado exhausta, después de veinte horas colgada en los sótanos del lúgubre convento.

¿Querría condena? ¿Siglos de castigo para pagar sus culpas? ¿Una sanción placentera, como las que solía dar el malvado monje?

Temblaba, un frío sudor mojaba su terso semblante escurriéndole  el maquillaje –No temas- le dijo al oído, ella se hincó, el monje la cubrió con su hábito.

Terminó aquel trago, se relamió los labios y con los ojos mojados de lujuria miró al diabólico sacerdote que le acariciaba las trenzas-

-Vete en paz, hija mía, tus deseos son benditos, el cielo escuchó tus ruegos, en el nombre del señor y como una manda de verdadera contrición y penitencia, regresa para darte la comunión de los santos, después quedarás absuelta.

Salió de la iglesia con paso vacilante, se dirigió a su hogar donde la esperaba su familia para la merienda, prendió una veladora y se enjuagó la boca con carbonato e hizo gárgaras con agua oxigenada.

El padre se enfiló a la ostionería del barrio, ahí el marchante le ofreció el mismo coctel de camarones que acostumbraba.

El pagó con una bendición, haciendo la señal de la cruz y levantando los ojos al cielo.            

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