MARCIAL
Llegó a
confesarse con él, con el más depravado de los curas, el más desvergonzado, el
más impúdico y degenerado.
La
escudriñó con su pervertida mirada, la desnudó con esa misma sonrisa demoniaca
que al ver a sus víctimas desplegaba.
-¿Qué
hiciste hija mía?- preguntó… Ella con mustia actitud, confesó sus infames
deseos de revolcarse desnuda con el inmundo fraile, cómo lo ansiaba, quería
pecar con el lujurioso sacerdote, ese que tanta deliciosa penitencia dejaba; la
vez pasada había quedado exhausta, después de veinte horas colgada en los
sótanos del lúgubre convento.
¿Querría
condena? ¿Siglos de castigo para pagar sus culpas? ¿Una sanción placentera,
como las que solía dar el malvado monje?
Temblaba,
un frío sudor mojaba su terso semblante escurriéndole el maquillaje –No temas- le dijo al oído, ella
se hincó, el monje la cubrió con su hábito.
Terminó
aquel trago, se relamió los labios y con los ojos mojados de lujuria miró al
diabólico sacerdote que le acariciaba las trenzas-
-Vete en
paz, hija mía, tus deseos son benditos, el cielo escuchó tus ruegos, en el
nombre del señor y como una manda de verdadera contrición y penitencia, regresa
para darte la comunión de los santos, después quedarás absuelta.
Salió de
la iglesia con paso vacilante, se dirigió a su hogar donde la esperaba su
familia para la merienda, prendió una veladora y se enjuagó la boca con
carbonato e hizo gárgaras con agua oxigenada.
El padre
se enfiló a la ostionería del barrio, ahí el marchante le ofreció el mismo coctel
de camarones que acostumbraba.
El pagó
con una bendición, haciendo la señal de la cruz y levantando los ojos al cielo.
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