LOS PERDEDORES
Aquel
antes majestuoso país, fértil como un cuerno de la abundancia, habitado por
pueblos dignos, había caído en lo más profundo de la desolación y la ignominia.
El
Monarca supremo había sucumbido, arrobado de su pusilánime fanatismo, ante la
arrogancia invasora; los conquistadores avasallaban con estandartes de soberbia,
en medio de la multitud que se apartaba atónita, frente a la entrada del
contingente extranjero.
Los
forasteros armados con arcabuces, lanzas y escudos de acero cabalgaban
alardeando sus vestiduras de hierro y escupían con desprecio a los aborígenes
que no salían de su asombro.
Acompañados
por las fuerzas rebeldes al centralismo totalitario azteca, tomaban la gran
Tenochtitlán, después de someter el espíritu del pueblo con sangrientas y
fratricidas matanzas; la venganza de los súbditos sojuzgados tantos siglos
cobró su cuota, cayó el águila y la serpiente en los escombros de esta infame
historia.
A los
perdedores se les obligó a inclinar la cabeza ante los nuevos brujos venidos de
ultramar, se les habituó a extenderse en el lodo para ser pisoteados por la
bota foránea, se les salvó del infierno cristiano por carecer de alma, pero se
les impuso la cruz como castigo y el herraje para su salvación.
Repentinamente
y sin profecía de por medio apareció en el Tepeyac la Gran Diosa Tonantzin con
atuendo Mariano, el fanatismo primitivo fue azuzado con insólita perversidad
por los bucaneros del occidente europeo y los pueblos nativos sucumbieron bajo
la crueldad vaticana; aún se oyen sus estertores.
Los
acostumbraron a latigazos a bajar la testa, les arrebataron sus tesoros, sus
tierras, sus mujeres, sus hijos; durante siglos los forzaron a gritar alabanzas
y bendiciones a sus propios tiranos, los contagiaron de pestes y plagas con
infamia imperdonable, ya temblorosos y frágiles los sobajaron aún más rugiendo
sus cañones, persiguiendo con la espada y la cruz en mano, todo aquello que los
arraigaba a su historia.
Avasallaban
relinchando sus corceles en las aldeas más lejanas, ahí asentaban a las tribus
autóctonas aliadas y colgaban a sus protectores en escarmiento a la rebeldía.
Destruido
su espíritu, generaciones después, algunos de
los residuos de aquellos pueblos se hincan ofreciendo fustas, cadenas y
grilletes a sus advenedizos amos, los traidores se doblegan vergonzosamente en
busca de besar la mano o la sonrisa del
extranjero, casi braman de gusto por ser privilegiados de los dioses
depredadores.
Con inusitado
entusiasmo aplauden la construcción del patíbulo de la soberanía, de la
guillotina donde caerá la cabeza de la raza de bronce; con fatalidad enfermiza
cavan la fosa donde quedará sepultada la gloria nacional.
Aquí
entregan las cuerdas ya atadas a los cuellos para ser estrangulados por los
ejércitos neoliberales ya dispuestos a arrasar con las raíces más profundas de
la patria.
Dentro
de este patético escenario, lleno de penumbras, en medio de esta tenebrosa
situación que ofusca a México, surge una pequeñísima luz en el fondo de la
historia, no es la de promesas de enmienda, ni la de los decepcionantes líderes
populistas, ni de las alianzas engañosas, ni de los pactos entreguistas de los
partidos, ni de los más carismáticos líderes emanados de cloaca política de
siempre.
Son los
indígenas de Chiapas que se niegan a aceptar que les invadan sus tierras las
mineras canadienses, que se resisten a permitir que les contaminen sus ríos las
hidroeléctricas extranjeras, que se oponen tajantes a que les inunden sus
campos con complejos industriales y eólicos, que se niegan a ser siervos de los
extraños.
Ellos
son los protagonistas del mundo nuevo, rechazando el progreso advenedizo,
rehúsan la prosperidad destructiva de los bosques y los campos, repudian la
devastación que representa la maldita modernidad que el desarrollo económico
impone.
Son los
auténticos y originales dueños de esta sagrada patria que se llama México.
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