martes, 16 de septiembre de 2014

LOS PERDEDORES



LOS  PERDEDORES

Aquel antes majestuoso país, fértil como un cuerno de la abundancia, habitado por pueblos dignos, había caído en lo más profundo de la desolación y la ignominia.

El Monarca supremo había sucumbido, arrobado de su pusilánime fanatismo, ante la arrogancia invasora; los conquistadores avasallaban con estandartes de soberbia, en medio de la multitud que se apartaba atónita, frente a la entrada del contingente extranjero.

Los forasteros armados con arcabuces, lanzas y escudos de acero cabalgaban alardeando sus vestiduras de hierro y escupían con desprecio a los aborígenes que no salían de su asombro.

Acompañados por las fuerzas rebeldes al centralismo totalitario azteca, tomaban la gran Tenochtitlán, después de someter el espíritu del pueblo con sangrientas y fratricidas matanzas; la venganza de los súbditos sojuzgados tantos siglos cobró su cuota, cayó el águila y la serpiente en los escombros de esta infame historia.

A los perdedores se les obligó a inclinar la cabeza ante los nuevos brujos venidos de ultramar, se les habituó a extenderse en el lodo para ser pisoteados por la bota foránea, se les salvó del infierno cristiano por carecer de alma, pero se les impuso la cruz como castigo y el herraje para su salvación.

Repentinamente y sin profecía de por medio apareció en el Tepeyac la Gran Diosa Tonantzin con atuendo Mariano, el fanatismo primitivo fue azuzado con insólita perversidad por los bucaneros del occidente europeo y los pueblos nativos sucumbieron bajo la crueldad vaticana; aún se oyen sus estertores.

Los acostumbraron a latigazos a bajar la testa, les arrebataron sus tesoros, sus tierras, sus mujeres, sus hijos; durante siglos los forzaron a gritar alabanzas y bendiciones a sus propios tiranos, los contagiaron de pestes y plagas con infamia imperdonable, ya temblorosos y frágiles los sobajaron aún más rugiendo sus cañones, persiguiendo con la espada y la cruz en mano, todo aquello que los arraigaba a su historia.

Avasallaban relinchando sus corceles en las aldeas más lejanas, ahí asentaban a las tribus autóctonas aliadas y colgaban a sus protectores en escarmiento a la rebeldía.
Destruido su espíritu, generaciones después, algunos de  los residuos de aquellos pueblos se hincan ofreciendo fustas, cadenas y grilletes a sus advenedizos amos, los traidores se doblegan vergonzosamente en busca de  besar la mano o la sonrisa del extranjero, casi braman de gusto por ser privilegiados de los dioses depredadores.

Con inusitado entusiasmo aplauden la construcción del patíbulo de la soberanía, de la guillotina donde caerá la cabeza de la raza de bronce; con fatalidad enfermiza cavan la fosa donde quedará sepultada la gloria nacional.

Aquí entregan las cuerdas ya atadas a los cuellos para ser estrangulados por los ejércitos neoliberales ya dispuestos a arrasar con las raíces más profundas de la patria.

Dentro de este patético escenario, lleno de penumbras, en medio de esta tenebrosa situación que ofusca a México, surge una pequeñísima luz en el fondo de la historia, no es la de promesas de enmienda, ni la de los decepcionantes líderes populistas, ni de las alianzas engañosas, ni de los pactos entreguistas de los partidos, ni de los más carismáticos líderes emanados de cloaca política de siempre.

Son los indígenas de Chiapas que se niegan a aceptar que les invadan sus tierras las mineras canadienses, que se resisten a permitir que les contaminen sus ríos las hidroeléctricas extranjeras, que se oponen tajantes a que les inunden sus campos con complejos industriales y eólicos, que se niegan a ser siervos de los extraños.

Ellos son los protagonistas del mundo nuevo, rechazando el progreso advenedizo, rehúsan la prosperidad destructiva de los bosques y los campos, repudian la devastación que representa la maldita modernidad que el desarrollo económico impone.

Son los auténticos y originales dueños de esta sagrada patria que se llama México.                                          

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