DESTINO FATAL
Los
habitantes de aquella nación habían sido prevenidos por ancestrales profetas,
agoreros y adivinos; las premoniciones no eran en vano, serios augurios
poblaban su atmósfera, así que ya estaban resignados a la fatalidad del
destino, además ya estaban habituados al sometimiento secular, así que les fue
fácil acoplarse a las nuevas condiciones impuestas por las autoridades.
Disciplinados
en grupos los dispusieron, formándose en filas, pelotones y contingentes
ordenados por la voz de los mayordomos
encargados del arreo.
Pronto
llegarían las carretas, carretones, carruajes y diligencias para ser
enganchadas sobre los hombros de los siervos, que ansiosos esperaban ser
seleccionados, presurosos se presentaban levantando el brazo cuando, con los
dedos cruzados, escuchan su nombre de la boca de los capataces.
Semejaban
yuntas o mansos caballos, acostumbrados a ser herrados, colocarse frenos,
bozales, anteojeras, fundas y correas para el arrastre de las cargas
anunciadas, a punta de fuetazos eran conducidos al recibimiento de los extraños
que llegaban de la frontera y de ultramar.
Tronaban
los látigos en sus espaldas, bramaban los caporales apresurando como rebaño
aquella turba de hombres abnegados, que reafirmaba la flaqueza de su espíritu.
Los
primeros en llegar fueron los carromatos que venían del norte, se formaban en
línea, los ciudadanos como reses eran acarreados y puestos a disposición de los
cocheros que conducían aquellas unidades.
Los
apilaban frente a las carretas, los amarraban a sus palancas y de un latigazo
los ponían a jalar aquellas pesadas estructuras hasta los campos petroleros,
gaseros y mineros.
También
venían del este, del oeste y del sur; carruajes chinos, japoneses, daneses,
noruegos, ingleses, suecos, holandeses,
alemanes, rusos, franceses, italianos, españoles,
australianos y brasileños.
Los
pobladores de aquella república nopalera eran atorados en filas de dos en dos o
de tres en tres y en equipos hasta de seis, para arrastrar los carretones
extranjeros entre espinas, cardos, piedras y arenas movedizas; subían cuestas,
bajaban cerros al grito de los gañanes contratados para tal fin.
Venían a
saquear sus riquezas usando su propia fuerza de tracción, la manada se contentaba
con las migajas, con las ofensas, con los insultos, con el desprecio; una vez
terminado el trabajo, les dejarían la tarea de recoger los desperdicios, la
basura y la destrucción.
¡Ese era
su fatal destino!
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