RENCORES
(Perder la importancia personal)
El
rencor no lo dejaba tranquilo, los frustrados deseos de venganza lo
estrangulaban día y noche. Permanentemente llegaban en oleadas malos recuerdos
de las ofensas recibidas, siempre lo acechaban esas memorias donde había sido
herido con desprecios, con insultos, con abusos, con traiciones.
Por las
madrugadas se revolcaba en su lecho, lleno de angustia, por no haber
estrangulado ¡a esos cerdos que lo habían desafiado! El odio era destilado toda
la mañana, cómo le hubiera deleitado cortarle el cuello a ese altanero que se
había atrevido a gritarle, se arrepentía mil veces de no haberle sacado los
ojos con un pica hielo, o por no haberle abierto el vientre a puñaladas, o por
no haberlo pateado hasta matarlo.
Se retorcía
de rabia solo de traer a la memoria aquellas escenas en las que se había
aguantado en silencio, en las que había claudicado su dignidad frente a la
alevosía del enemigo. Cómo se lamentaba en su soledad, por no haberle reventado
el cráneo de un batazo o no haberle metido el cañón de su revolver en la boca a
ese insolente. Lo atormentaba la impotencia, hubiera querido regresar el tiempo
y plantarle una bofetada.
Ahí
guardaba aquellas reflexiones nefastas para revivirlas a cada instante, se
doblaba de repugnancia por haber permitido que ese mequetrefe lo hubiera
ultrajado, no soportaba aquella humillación pasada, cuando subía, bajaba, iba, o venía, ahí estaba el deseo de
exterminar ese sujeto que le había ninguneado y despreciado.
El
tiempo pasaba, las horas, los días, las semanas, los meses, los años y aquellas
escenas continuaban vivas, vigentes, prendidas ¿Cómo olvidarlas?
Él las
alimentaba, las sacaba de los escombros del pasado para enmarcarlas y colgarlas
a su vista, las hacía recurrentes.
Reciclaba
las imágenes tortuosas con cierta intermitencia, regresaban a golpearlo, a
estremecerlo de ira, se revolvía de furia al recordar aquellos atropellos de
los que había sido víctima y que tuvo que tolerar, para no dejar salir la
bestia que palpita en su interior.
Encolerizado
seguía batiendo la bilis en sus entrañas, subía la adrenalina a niveles
insoportables, casi explotaba, hubiera querido regresar el tiempo y estallar
contra aquellos que osaron provocarlo.
En él no
cabe el perdón, ni la tolerancia, es un asesino en potencia, su memoria no cesa
de recordarle la deuda pendiente que su sangre exige cobrar. Quisiera
no sentir ese odio, apagar esas ganas de venganza, está harto, su mecha
es corta, la violencia la respira en cada una de sus células.
Haberse
quedado con las ganas reprimidas, le hacia daño, su naturaleza violenta le
aconsejaba vomitar fuego sobre los infractores, esos bellacos irreverentes;
quería escupir lava sobre aquellos que le habían perdido el respeto, para
escarmentarlos con una fulminante respuesta.
Esto le
enfermaba gravemente: el rencor, el odio, la venganza, el resentimiento le
dañaban más que cualquier virus, bacteria o microbio; le restaban energía, le
quitaban alegría, le obnubilaban el pensamiento libre y creativo, lo cargaban
de sórdida inutilidad; el secreto que le fue revelado para solucionar su caso: perder la importancia personal.
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