lunes, 15 de septiembre de 2014

JINETES DE SEPTIEMBRE



JINETES  DE  SEPTIEMBRE

 Iban a ser unas vacaciones felices, el entusiasmo a raudales corría cuando fraguábamos los planes de tan suculenta aventura, los días transcurrían a su paso, las fechas del programa se vencían de acuerdo a lo previsto.
Septiembre de aquel año, parecía el mes perfecto para la empresa, todos gozábamos imaginando el viaje, las ansias por salir bullían en nuestras tiernas venas.
Quinceañeros imberbes en busca de emociones que nuestros corazones anhelaban con alegría y curiosidad, deseábamos estar ya encima de aquellos corceles cruzando las cordilleras lejanas, como en las películas del viejo oeste que tanto nos habían recreado las  películas domingueras.
Allá en la sierra, después del desierto, estaría el Pato esperando nuestra llegada a su rancho, el encuentro iría a ser apoteótico, saldríamos de Laguna Seca por la mañana muy temprano, para al terminar el día, ir llegando al punto de reunión.
Jaime Luis, sus hermanos y sus padres habían llegado a San Luis a pasar felices vacaciones, en esta pacifica provincia del centro de México; no habían desempacado todavía, cuando sin esperarlo mi tía Margarita, la sorprendí con la petición del permiso para que su hijo Jaime Luis, nos acompañara a tan rica aventura hípica junto a otros dos amigos, que estaban ya preparados para tamaña excursión.
A mi tía le di detalles e itinerario del viaje, más no de la travesía, puesto que yo mismo desconocía la ruta que iríamos a tomar en tan catastrófico intento.

Jaime Luis entusiasmado se unió al grupo y sus padres no tuvieron otra opción que permitirle salir al rancho con nuestro equipo, que ya brincaba de gusto por tan fantástico reto.
Con muchas recomendaciones para cuidarnos de piquetes de insectos, de mordeduras  de serpientes, de las inclemencias del sol, del viento y del frío, salimos a la estación del ferrocarril por la tarde del siguiente día.
En el rancho Laguna Seca ya nos esperaban, capataces y ama de llaves fueron avisados de nuestro arribo, nos recibieron en la estación  con la severidad pueblerina característica de la región.
La noche nos cubrió con su manto, no sin antes visitar la fábrica de mezcal con grato olor a agave, perfume embriagador que despedían no se si los enormes alambiques o las pencas que reposaban destrozadas en los molinos de piedra.
El casco de la hacienda es enorme, los arcos de mampostería y los altos techos daban la sensación de la antigüedad de otra época y esto nos envolvía en una fantástica atmósfera que nos modificaba los sentidos, nos hacía sentir como gigantes entrando a la dimensión desconocida.
Después de la merienda en un comedor virreinal, nos dispusimos a ir a la cama en aquel laberinto de grandes habitaciones, techos descomunales y con un olorcillo a viejo que se esparcía por los rincones. Platicamos y reímos estrepitosamente, hasta ese momento la diversión no había cesado ni un solo instante, nuestra felicidad era total.
Decidimos dormir temprano, en aquellos tiempos y en aquellos lugares no había muchas alternativas para un grupo de muchachos de nuestra edad, salvo quizá jugar una mano de baraja u otro juego de mesa; pero no fue el caso, ya que había que madrugar al día siguiente para emprender la cabalgata infernal.
Aquella noche transcurrió sin novedad, descansamos lo suficiente para recargar la fuerza que al siguiente día íbamos a necesitar, para disfrutar la jornada y pernoctar en la Tinaja, el rancho del Pato.
La emoción nos despertó con la anticipación imaginada de sentirnos encima de nuestros caballos, recorriendo aquellos parajes desconocidos repletos de sorpresas. La mañana no se hizo esperar, llegó muy temprano por nosotros, -la mesa está servida- nos dijo la cocinera, desayunamos huevos revueltos, frijoles, chocolate, nata, tortillas y una buena dosis de contagioso entusiasmo porque, finalmente se concretaba el sueño de sentirnos y vernos  cruzando esa enorme sierra llena de peligros, osos, pumas, lobos venados y toda clase de enigmáticos animales propios de aquellas latitudes desoladas y lejanas.
Don Nicho, el capataz que nos serviría de guía ya había designado las monturas que iríamos a usar cada uno de nosotros, los había elegido de acuerdo a la destreza individual, el más experto era Eduardo, después yo, luego Carlos y por último Jaime Luis, a quien le correspondió el caballo más dócil.
Mientras Don Nicho ensillaba los caballos, nosotros armábamos nuestros pertrechos que consistían en cantimploras, cobijas, navajas, sombreros, pañoletas, botas, una pistola de municiones y gran cantidad de felicidad a cuestas.
El caballo de Don Nicho parecía muy nervioso, se movía incesantemente, era un brioso y negrísimo animal, constantemente estaba a punto de reparar, creo que se llamaba “diablo”; todos los demás parecían buenas bestias, el mío era fuerte y en poco tiempo nos hallamos como anillo al dedo, los demás obedecían en forma correcta, excepto quizá el de Jaime Luis que tenía un corte castigado, se veía viejo y cansado, lento para responder a su jinete.
Partimos en medio de una polvareda y de ladridos de algunos perros que nos acompañaron unos metros, moviendo sus colas.
A ratos cabalgamos todos juntos por el llano, después empezó la pendiente e hicimos una fila en la que Don Nicho caminaba a la retaguardia para arrear a los rezagados. Pasaron muchas horas y el camino fue haciéndose más difícil conforme avanzábamos hacia el sur, las veredas se hicieron más pronunciadas hacia arriba, muchas piedras y arbustos obstaculizaban el trote o el paso de los caballos demandando nuestra destreza para sortear los obstáculos.
Recuerdo que el goce de jinetear aquellos corceles nos inspiraba a cantar, Jaime Luis aquella mañana entonó la canción que tanto gustaba a Jorge Negrete y que decía: “México lindo y querido si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido y que me traigan a ti”, ¿quién lo diría? Jaime Luis era muy entonado, lo hacía muy bien, nosotros lo escuchábamos con admiración, la fue repitiendo un buen trecho de la jornada.
Pasó la mañana y en una de esas horas el viento sopló en contra nuestra en aquellos escarpados y solitarios cerros, me voló el sombrero, mismo que pasó junto a la cabeza del caballo de Don Nicho, que con un impresionante relincho se paró de manos asustado, poco faltó que lanzara al jinete por los aires, pero viejo experto en esto de los equinos, de dos tiradas de rienda lo sometió y me devolvió el sombrero.
Ahí ya el maldito diablo había enseñado su nervioso e incontrolable temperamento, Don Nicho debía mantener muy firme el freno, a fin de no permitir que se desbocara la bestia.
Jaime Luis, los demás y yo sonreímos con lo sucedido, sin darle mayor importancia, prosiguiendo con nuestro rumbo hacia la cumbre de aquellas fatídicas montañas, que deben aparecer en algún mapa de esa solitaria región del estado.
Al llegar, por fin, a la cúspide, se apreciaba el otro lado de la sierra, un enorme valle se desplegaba ante nuestra vista, el descenso se hacia sumamente pronunciado, era difícil hacer que las cabalgaduras obedecieran para bajar, la pendiente era muy empinada, con mucho cuidado y sin camino ni vereda iniciamos la tortuosa tarea, el sol caía como plomada, eran las tres de la tarde, teníamos ya siete horas sin interrupción montando y avanzando a través de parajes cada vez más inhóspitos. El rancho del Pato quizá ya se divisaba desde esas alturas, pero no traíamos prismáticos para comprobarlo.
Lentamente y casi saliéndonos de nuestras sillas bajábamos aquellas inmensas colinas, haciendo zigzag entre matorrales y piedras, tratando de encontrar el camino más fácil para nuestros agotados animales, que ya pedían descanso, lo mismo que nuestras posaderas, cansadas y rosadas de tanto trote.
El ruido de los cascos rompiendo contra las piedras, el rechinar del cuero de las sillas de montar, el viento con susurros constantes sobre el pabellón de nuestras orejas y contra nuestros sombreros, el canto de las urracas y el de todo el campo no impidieron que hasta mis oídos llegara el grito desesperado de Don Nicho que con insistencia nos llamaba.
Jaime Luis se había atrasado, su caballo se negaba a descender por esa empinada cumbre, así que Don Nicho le dijo que se apeara y que emprendiera caminando la bajada.
Algo sucedió durante esa maniobra tan simple, al bajar Jaime Luis de su caballo- cuenta Don Nicho – que pasó por atrás del iracundo “diablo”  ¿qué tan cerca? No lo sé, pero según me dijo el caballerango, Jaime Luis dio una palmada inocente al maldito animal que supongo ya había desmontado Don Nicho, éste, soltó dos mortales coces que pegaron una en su vientre y otra en su cara, lanzándolo a varios metros de distancia. Por eso nos gritaba angustiado, Don Nicho.
A esas alturas el mensaje era ininteligible, lo que si notaba era la urgencia; me fue evidente que algo grave había pasado, me detuve y desmonté. Vi al ranchero que desesperado allá arriba agitaba el sombrero y balbuceaba unas palabras que escapaban a mi comprensión.
Todavía faltaba un largo trecho para acabar de bajar, amarré el caballo a un matorral y emprendí en veloz carrera el regreso, trepé como pude por entre aquellas rocas, conforme iba acercándome a donde me esperaba Don Nicho, mi corazón agitado latía cada vez con mayor aceleración, una sensación de angustia indecible me invadía por completo.
Don Nicho decía algo como: -¡El joven, el joven, lo pateó el caballo! - ¿qué? – le respondía yo, todavía en rápido ascenso, ¿Dónde está? ¿Qué le pasó? - ¡venga, venga, apúrese! – Me gritaba - ¡ahí está, ahí, ahí está!
Lo vi tendido, corrí como un loco, yacía boca arriba, lívido, pálido; no aparentaba tener golpe alguno. -¿Qué te pasó? – le pregunté al acercarme, un silencio absoluto fue la respuesta, lo toqué, lo palpé, lo abracé, lo besé, grité al cielo, le dije: -¡No, por favor! ¡Te lo suplico! ¡Vuelve! ¡No te vayas! ¡Qué horror! ¡Jaime Luis, esto no puede ser…..te lo ruego! ¡No es posible!
Acerqué mi oído a su corazón, a su vientre, oí un rumor de torrente, un río corría por dentro, una corriente inundaba su interior, miré su rostro, en la boca tenía un golpe, estaba hinchado el labio, abrí sus ojos, abrí su boca; estallé en llanto, lloré, lloré mucho, se me acabaron las lágrimas todas, me quedé seco, mi vida ya no era la misma, cambió aquel furor por una infinita tristeza, mi vida sufrió una transformación completa; en aquellos instantes no había en mi alma sino un gran desconsuelo, ya nada iba a ser igual.
Lo levanté, me senté en el suelo y lo recargué en mis piernas, así lo tuve desde ese momento hasta que llegó la noche; Eduardo y Carlos habían desaparecido, solo los caballos que Don Nicho había reunido nos acompañaban frente a nosotros, impasibles.
Don Nicho iba y venia, después se fue, no supe de él, supongo que se sentía muy mal por la responsabilidad del accidente.
Así pasamos esa primera noche, solos en medio de las estrellas, del frío, de la sed, del hambre y de la congoja que impregnaba mi espíritu y que dejaba una huella tan profunda que hasta el día o la noche que muera, estará latente en mí.
El tiempo se detuvo en aquellas montañas de locura, la noche estrellada fulguraba de luces diminutas, en silencio escuchaba atento los sonidos de los grillos, las chicharras y otras alimañas que se quejaban lúgubremente esa eterna noche plagada de fantasmas que danzaban por los cielos, desplegando sus mantos.
Mi voz apagada se había doblegado ante la terrible tragedia, el eco de mi llanto debió oírse hasta allá muy abajo en el llano inmenso que se perdía entre las lágrimas derramadas.
La soledad no nos abandonó ni en la madrugada siguiente, el sol volvió a salir como todos los días, Jaime Luis yacía sobre mi regazo, caído. Mi alma en añicos despedazada, la luz regresó a iluminar el escenario y así permanecimos en espera del despertar de aquella pesadilla.
Pero la muerte era real, la esperanza de una resurrección era tan solo un espejismo más del desierto, en el cielo azul empezaron a merodear en las alturas en vuelos elípticos las auras que con sus alas extendidas circundaban el punto donde nosotros éramos el centro.
El sol calcinante, como plomada dejaba caer sus rayos sobre nosotros, mis ojos áridos ya de la deshidratante pena se nublaban, no así el firmamento que candente ardía haciendo reverberar los matorrales y las cactáceas que se desparramaban allá muy abajo, al lado de una danza de alucinaciones y un desfile de delirios.
Ni una sola sombra debajo de la cual refugiarnos, solo las nuestras y las de los caballos que de sed bufaban dando cruentos taconazos.

Ya nada iría a ser igual, el mundo de color se convirtió en tinieblas, la música de las flores y el canto de las aves, ahora se pintaban lúgubres, la tristeza y la desesperación crecían en el interior de mi alma, la vida era absurda, el cielo caía en la profundidad abismal de lo insólito.
Sentí que la eternidad del tiempo se había cristalizado en aquellas interminables horas, la frialdad de su cuerpo rígido y desparramado en mi regazo, congelaba mis ideas en la desolación, a pesar de que el astro pegaba con toda su luz en aquellas montañas.
Finalmente decidí bajar entre las piedras y las espinas,  mi lucha por resistir abandonarlo cedió ante la realidad que nos envolvía en aquel aislamiento lleno de pena, miraba el valle donde se hallaba La Tinaja, el destino al que hubiésemos llegados venturosos de no haber sido por “el diablo”.
Fue una caminata infernal, orientado por el instinto bajé y subí cañadas, rodeando causes secos y casi arrastrando entre titubeantes trastabilleos y muy débil, llegué allá donde ladraban los perros y un humillo se deslizaba de una casi imperceptible chimenea.
Conforme fui acercándome los ladridos se hicieron más fuertes, las visiones se disipaban entre cristalinos espejismos que el calor se encargaba de distorsionar caprichosamente en el desierto. Había ya claramente dibujados varios vehículos, algunas figuras humanas deambulaban alrededor de ellos.
Los labios secos, la saliva amarga, sin fuerza en las pisadas, avanzaba dejando un rastro de dolor a mis espaldas. Allá arriba estaba Jaime Luis tendido, cubierto del sol y de la mirada de las auras con un sarape, inerte, solo; únicamente los caballos amarrados en los matorrales esperaban taconeando y resollando que algo los liberara de la espera.
Me vieron llegar los perros que corrieron frenéticos a mi encuentro al verme zigzaguear en las proximidades del corral, varios rancheros me señalaban viniendo en mi auxilio.  Me recogieron casi en vilo, conduciéndome a la sombra de la casa donde me esperaba la Señora Berrones, la madre del Pato, ahí me dieron agua y me recostaron en un catre; les expliqué donde se encontraba el otro niño en lo alto de aquella enorme sierra, se fueron por él.
Rendido por el cansancio, caí en la inconciencia del sueño con la esperanza de que tal vez aquello fuese tan solo una horrible pesadilla. No sé cuánto tiempo dormí, al cabo de un rato ya lo traían cargado, envuelto en una cobija amarrada, lo subieron a la camioneta, el Dr. Pedro Bárcena venía a mi lado, regresábamos por las polvorientas brechas que entre surcos sacudían su cuerpo, recuerdo como en cada rebote mi corazón se estremecía.
Por fin llegamos al Hospital Central donde bajaron el cadáver, ahí me separé de Jaime Luis con un adiós inefable y solidario, luego fuimos a la casa, tuve miedo de llegar  y enfrentarme a la familia, quería que me tragara la tierra, huir a lo más escondido del averno y ahí derretirme para siempre, al entrar por el zaguán esperaba un silencio sepulcral, la familia sentada en la mesa del comedor, esperaba solemne y espantada el desenlace de la tragedia.
Al verme, estallaron los sollozos primero, luego los alaridos de dolor, mi tía Mar y mi tío Anselmo miraron al cielo con infinita angustia, mi madre corrió a estrechar a su hermana, no había consuelo suficiente en el mundo para darle aliento, todos los presentes se desmoronaron al verme.
Me hundí en el pozo más profundo de ultratumba, envuelto en las sombras del desasosiego, el abandono y la soledad inundaron hasta la más recóndita de mis células, la herida abierta supuraba torrentes de impotencia, las miradas me apuñalaron con flechas acusadoras, los llantos emergían de aquella masa de padres torturados por lo indecible, quería desaparecer de la faz del planeta, haber sido yo la víctima.
Mi madre dijo, él ya dejó de sufrir, ahora serás tú quien tendrá que padecer esta desgracia; momentos después llegaron por mí, llevándome al Ministerio Público a declarar los hechos ocurridos.
La herida nunca cerró ni cerrará, la marca permanece, estoy en el ocaso de mi existencia, el dolor no ha menguado un ápice, como un troquel quedó para siempre el trauma.  
El resto, lo demás de esta fatal historia, lo conocen y  lo han sufrido todos aquellos que conocimos y amamos a Jaime Luis Fonte Vázquez       


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