JINETES DE SEPTIEMBRE
Iban a ser unas vacaciones felices, el
entusiasmo a raudales corría cuando fraguábamos los planes de tan suculenta
aventura, los días transcurrían a su paso, las fechas del programa se vencían
de acuerdo a lo previsto.
Septiembre de aquel año, parecía el mes
perfecto para la empresa, todos gozábamos imaginando el viaje, las ansias por
salir bullían en nuestras tiernas venas.
Quinceañeros imberbes en busca de
emociones que nuestros corazones anhelaban con alegría y curiosidad, deseábamos
estar ya encima de aquellos corceles cruzando las cordilleras lejanas, como en
las películas del viejo oeste que tanto nos habían recreado las películas domingueras.
Allá en la sierra, después del desierto,
estaría el Pato esperando nuestra llegada a su rancho, el encuentro iría a ser
apoteótico, saldríamos de Laguna Seca por la mañana muy temprano, para al
terminar el día, ir llegando al punto de reunión.
Jaime Luis, sus hermanos y sus padres
habían llegado a San Luis a pasar felices vacaciones, en esta pacifica
provincia del centro de México; no habían desempacado todavía, cuando sin
esperarlo mi tía Margarita, la sorprendí con la petición del permiso para que
su hijo Jaime Luis, nos acompañara a tan rica aventura hípica junto a otros dos
amigos, que estaban ya preparados para tamaña excursión.
A mi tía le di detalles e itinerario
del viaje, más no de la travesía, puesto que yo mismo desconocía la ruta que
iríamos a tomar en tan catastrófico intento.
Jaime Luis entusiasmado se unió al grupo
y sus padres no tuvieron otra opción que permitirle salir al rancho con nuestro
equipo, que ya brincaba de gusto por tan fantástico reto.
Con muchas recomendaciones para cuidarnos
de piquetes de insectos, de mordeduras
de serpientes, de las inclemencias del sol, del viento y del frío,
salimos a la estación del ferrocarril por la tarde del siguiente día.
En el rancho Laguna Seca ya nos
esperaban, capataces y ama de llaves fueron avisados de nuestro arribo, nos
recibieron en la estación con la
severidad pueblerina característica de la región.
La noche nos cubrió con su manto, no sin
antes visitar la fábrica de mezcal con grato olor a agave, perfume embriagador
que despedían no se si los enormes alambiques o las pencas que reposaban
destrozadas en los molinos de piedra.
El casco de la hacienda es enorme, los
arcos de mampostería y los altos techos daban la sensación de la antigüedad de
otra época y esto nos envolvía en una fantástica atmósfera que nos modificaba
los sentidos, nos hacía sentir como gigantes entrando a la dimensión
desconocida.
Después de la merienda en un comedor
virreinal, nos dispusimos a ir a la cama en aquel laberinto de grandes
habitaciones, techos descomunales y con un olorcillo a viejo que se esparcía
por los rincones. Platicamos y reímos estrepitosamente, hasta ese momento la
diversión no había cesado ni un solo instante, nuestra felicidad era total.
Decidimos dormir temprano, en aquellos
tiempos y en aquellos lugares no había muchas alternativas para un grupo de
muchachos de nuestra edad, salvo quizá jugar una mano de baraja u otro juego de
mesa; pero no fue el caso, ya que había que madrugar al día siguiente para
emprender la cabalgata infernal.
Aquella noche transcurrió sin novedad,
descansamos lo suficiente para recargar la fuerza que al siguiente día íbamos a
necesitar, para disfrutar la jornada y pernoctar en la Tinaja, el rancho del
Pato.
La emoción nos despertó con la
anticipación imaginada de sentirnos encima de nuestros caballos, recorriendo
aquellos parajes desconocidos repletos de sorpresas. La mañana no se hizo
esperar, llegó muy temprano por nosotros, -la mesa está servida- nos dijo la
cocinera, desayunamos huevos revueltos, frijoles, chocolate, nata, tortillas y
una buena dosis de contagioso entusiasmo porque, finalmente se concretaba el
sueño de sentirnos y vernos cruzando esa
enorme sierra llena de peligros, osos, pumas, lobos venados y toda clase de
enigmáticos animales propios de aquellas latitudes desoladas y lejanas.
Don Nicho, el capataz que nos serviría de
guía ya había designado las monturas que iríamos a usar cada uno de nosotros,
los había elegido de acuerdo a la destreza individual, el más experto era
Eduardo, después yo, luego Carlos y por último Jaime Luis, a quien le correspondió
el caballo más dócil.
Mientras Don Nicho ensillaba los
caballos, nosotros armábamos nuestros pertrechos que consistían en
cantimploras, cobijas, navajas, sombreros, pañoletas, botas, una pistola de
municiones y gran cantidad de felicidad a cuestas.
El caballo de Don Nicho parecía muy
nervioso, se movía incesantemente, era un brioso y negrísimo animal,
constantemente estaba a punto de reparar, creo que se llamaba “diablo”; todos
los demás parecían buenas bestias, el mío era fuerte y en poco tiempo nos
hallamos como anillo al dedo, los demás obedecían en forma correcta, excepto
quizá el de Jaime Luis que tenía un corte castigado, se veía viejo y cansado,
lento para responder a su jinete.
Partimos en medio de una polvareda y de
ladridos de algunos perros que nos acompañaron unos metros, moviendo sus colas.
A ratos cabalgamos todos juntos por el
llano, después empezó la pendiente e hicimos una fila en la que Don Nicho
caminaba a la retaguardia para arrear a los rezagados. Pasaron muchas horas y
el camino fue haciéndose más difícil conforme avanzábamos hacia el sur, las
veredas se hicieron más pronunciadas hacia arriba, muchas piedras y arbustos
obstaculizaban el trote o el paso de los caballos demandando nuestra destreza
para sortear los obstáculos.
Recuerdo que el goce de jinetear aquellos
corceles nos inspiraba a cantar, Jaime Luis aquella mañana entonó la canción
que tanto gustaba a Jorge Negrete y que decía: “México lindo y querido si muero
lejos de ti, que digan que estoy dormido y que me traigan a ti”, ¿quién lo
diría? Jaime Luis era muy entonado, lo hacía muy bien, nosotros lo escuchábamos
con admiración, la fue repitiendo un buen trecho de la jornada.
Pasó la mañana y en una de esas horas el
viento sopló en contra nuestra en aquellos escarpados y solitarios cerros, me
voló el sombrero, mismo que pasó junto a la cabeza del caballo de Don Nicho,
que con un impresionante relincho se paró de manos asustado, poco faltó que
lanzara al jinete por los aires, pero viejo experto en esto de los equinos, de
dos tiradas de rienda lo sometió y me devolvió el sombrero.
Ahí ya el maldito diablo había enseñado
su nervioso e incontrolable temperamento, Don Nicho debía mantener muy firme el
freno, a fin de no permitir que se desbocara la bestia.
Jaime Luis, los demás y yo sonreímos con
lo sucedido, sin darle mayor importancia, prosiguiendo con nuestro rumbo hacia
la cumbre de aquellas fatídicas montañas, que deben aparecer en algún mapa de
esa solitaria región del estado.
Al llegar, por fin, a la cúspide, se
apreciaba el otro lado de la sierra, un enorme valle se desplegaba ante nuestra
vista, el descenso se hacia sumamente pronunciado, era difícil hacer que las
cabalgaduras obedecieran para bajar, la pendiente era muy empinada, con mucho
cuidado y sin camino ni vereda iniciamos la tortuosa tarea, el sol caía como plomada,
eran las tres de la tarde, teníamos ya siete horas sin interrupción montando y
avanzando a través de parajes cada vez más inhóspitos. El rancho del Pato quizá
ya se divisaba desde esas alturas, pero no traíamos prismáticos para
comprobarlo.
Lentamente y casi saliéndonos de nuestras
sillas bajábamos aquellas inmensas colinas, haciendo zigzag entre matorrales y
piedras, tratando de encontrar el camino más fácil para nuestros agotados
animales, que ya pedían descanso, lo mismo que nuestras posaderas, cansadas y
rosadas de tanto trote.
El ruido de los cascos rompiendo contra
las piedras, el rechinar del cuero de las sillas de montar, el viento con
susurros constantes sobre el pabellón de nuestras orejas y contra nuestros
sombreros, el canto de las urracas y el de todo el campo no impidieron que
hasta mis oídos llegara el grito desesperado de Don Nicho que con insistencia
nos llamaba.
Jaime Luis se había atrasado, su caballo
se negaba a descender por esa empinada cumbre, así que Don Nicho le dijo que se
apeara y que emprendiera caminando la bajada.
Algo sucedió durante esa maniobra tan
simple, al bajar Jaime Luis de su caballo- cuenta Don Nicho – que pasó por
atrás del iracundo “diablo” ¿qué tan
cerca? No lo sé, pero según me dijo el caballerango, Jaime Luis dio una palmada
inocente al maldito animal que supongo ya había desmontado Don Nicho, éste,
soltó dos mortales coces que pegaron una en su vientre y otra en su cara,
lanzándolo a varios metros de distancia. Por eso nos gritaba angustiado, Don
Nicho.
A esas alturas el mensaje era
ininteligible, lo que si notaba era la urgencia; me fue evidente que algo grave
había pasado, me detuve y desmonté. Vi al ranchero que desesperado allá arriba
agitaba el sombrero y balbuceaba unas palabras que escapaban a mi comprensión.
Todavía faltaba un largo trecho para
acabar de bajar, amarré el caballo a un matorral y emprendí en veloz carrera el
regreso, trepé como pude por entre aquellas rocas, conforme iba acercándome a
donde me esperaba Don Nicho, mi corazón agitado latía cada vez con mayor
aceleración, una sensación de angustia indecible me invadía por completo.
Don Nicho decía algo como: -¡El joven, el
joven, lo pateó el caballo! - ¿qué? – le respondía yo, todavía en rápido
ascenso, ¿Dónde está? ¿Qué le pasó? - ¡venga, venga, apúrese! – Me gritaba -
¡ahí está, ahí, ahí está!
Lo vi tendido, corrí como un loco, yacía
boca arriba, lívido, pálido; no aparentaba tener golpe alguno. -¿Qué te pasó? –
le pregunté al acercarme, un silencio absoluto fue la respuesta, lo toqué, lo
palpé, lo abracé, lo besé, grité al cielo, le dije: -¡No, por favor! ¡Te lo
suplico! ¡Vuelve! ¡No te vayas! ¡Qué horror! ¡Jaime Luis, esto no puede
ser…..te lo ruego! ¡No es posible!
Acerqué mi oído a su corazón, a su
vientre, oí un rumor de torrente, un río corría por dentro, una corriente
inundaba su interior, miré su rostro, en la boca tenía un golpe, estaba
hinchado el labio, abrí sus ojos, abrí su boca; estallé en llanto, lloré, lloré
mucho, se me acabaron las lágrimas todas, me quedé seco, mi vida ya no era la
misma, cambió aquel furor por una infinita tristeza, mi vida sufrió una
transformación completa; en aquellos instantes no había en mi alma sino un gran
desconsuelo, ya nada iba a ser igual.
Lo levanté, me senté en el suelo y lo
recargué en mis piernas, así lo tuve desde ese momento hasta que llegó la
noche; Eduardo y Carlos habían desaparecido, solo los caballos que Don Nicho
había reunido nos acompañaban frente a nosotros, impasibles.
Don Nicho iba y venia, después se fue, no
supe de él, supongo que se sentía muy mal por la responsabilidad del accidente.
Así pasamos esa primera noche, solos en
medio de las estrellas, del frío, de la sed, del hambre y de la congoja que
impregnaba mi espíritu y que dejaba una huella tan profunda que hasta el día o
la noche que muera, estará latente en mí.
El tiempo se detuvo en aquellas montañas
de locura, la noche estrellada fulguraba de luces diminutas, en silencio
escuchaba atento los sonidos de los grillos, las chicharras y otras alimañas
que se quejaban lúgubremente esa eterna noche plagada de fantasmas que danzaban
por los cielos, desplegando sus mantos.
Mi voz apagada se había doblegado ante la
terrible tragedia, el eco de mi llanto debió oírse hasta allá muy abajo en el
llano inmenso que se perdía entre las lágrimas derramadas.
La soledad no nos abandonó ni en la
madrugada siguiente, el sol volvió a salir como todos los días, Jaime Luis
yacía sobre mi regazo, caído. Mi alma en añicos despedazada, la luz regresó a
iluminar el escenario y así permanecimos en espera del despertar de aquella
pesadilla.
Pero la muerte era real, la esperanza de una
resurrección era tan solo un espejismo más del desierto, en el cielo azul
empezaron a merodear en las alturas en vuelos elípticos las auras que con sus
alas extendidas circundaban el punto donde nosotros éramos el centro.
El sol calcinante, como plomada dejaba
caer sus rayos sobre nosotros, mis ojos áridos ya de la deshidratante pena se
nublaban, no así el firmamento que candente ardía haciendo reverberar los
matorrales y las cactáceas que se desparramaban allá muy abajo, al lado de una
danza de alucinaciones y un desfile de delirios.
Ni una sola sombra debajo de la cual
refugiarnos, solo las nuestras y las de los caballos que de sed bufaban dando
cruentos taconazos.
Ya nada iría a ser igual, el mundo de
color se convirtió en tinieblas, la música de las flores y el canto de las
aves, ahora se pintaban lúgubres, la tristeza y la desesperación crecían en el
interior de mi alma, la vida era absurda, el cielo caía en la profundidad
abismal de lo insólito.
Sentí que la eternidad del tiempo se
había cristalizado en aquellas interminables horas, la frialdad de su cuerpo
rígido y desparramado en mi regazo, congelaba mis ideas en la desolación, a
pesar de que el astro pegaba con toda su luz en aquellas montañas.
Finalmente decidí bajar entre las piedras
y las espinas, mi lucha por resistir
abandonarlo cedió ante la realidad que nos envolvía en aquel aislamiento lleno
de pena, miraba el valle donde se hallaba La Tinaja, el destino al que
hubiésemos llegados venturosos de no haber sido por “el diablo”.
Fue una caminata infernal, orientado por
el instinto bajé y subí cañadas, rodeando causes secos y casi arrastrando entre
titubeantes trastabilleos y muy débil, llegué allá donde ladraban los perros y
un humillo se deslizaba de una casi imperceptible chimenea.
Conforme fui acercándome los ladridos se
hicieron más fuertes, las visiones se disipaban entre cristalinos espejismos
que el calor se encargaba de distorsionar caprichosamente en el desierto. Había
ya claramente dibujados varios vehículos, algunas figuras humanas deambulaban
alrededor de ellos.
Los labios secos, la saliva amarga, sin
fuerza en las pisadas, avanzaba dejando un rastro de dolor a mis espaldas. Allá
arriba estaba Jaime Luis tendido, cubierto del sol y de la mirada de las auras
con un sarape, inerte, solo; únicamente los caballos amarrados en los
matorrales esperaban taconeando y resollando que algo los liberara de la
espera.
Me vieron llegar los perros que corrieron
frenéticos a mi encuentro al verme zigzaguear en las proximidades del corral,
varios rancheros me señalaban viniendo en mi auxilio. Me recogieron casi en vilo, conduciéndome a
la sombra de la casa donde me esperaba la Señora Berrones, la madre del Pato,
ahí me dieron agua y me recostaron en un catre; les expliqué donde se
encontraba el otro niño en lo alto de aquella enorme sierra, se fueron por él.
Rendido por el cansancio, caí en la
inconciencia del sueño con la esperanza de que tal vez aquello fuese tan solo
una horrible pesadilla. No sé cuánto tiempo dormí, al cabo de un rato ya lo
traían cargado, envuelto en una cobija amarrada, lo subieron a la camioneta, el
Dr. Pedro Bárcena venía a mi lado, regresábamos por las polvorientas brechas
que entre surcos sacudían su cuerpo, recuerdo como en cada rebote mi corazón se
estremecía.
Por fin llegamos al Hospital Central
donde bajaron el cadáver, ahí me separé de Jaime Luis con un adiós inefable y
solidario, luego fuimos a la casa, tuve miedo de llegar y enfrentarme a la familia, quería que me
tragara la tierra, huir a lo más escondido del averno y ahí derretirme para
siempre, al entrar por el zaguán esperaba un silencio sepulcral, la familia
sentada en la mesa del comedor, esperaba solemne y espantada el desenlace de la
tragedia.
Al verme, estallaron los sollozos
primero, luego los alaridos de dolor, mi tía Mar y mi tío Anselmo miraron al
cielo con infinita angustia, mi madre corrió a estrechar a su hermana, no había
consuelo suficiente en el mundo para darle aliento, todos los presentes se
desmoronaron al verme.
Me hundí en el pozo más profundo de
ultratumba, envuelto en las sombras del desasosiego, el abandono y la soledad
inundaron hasta la más recóndita de mis células, la herida abierta supuraba
torrentes de impotencia, las miradas me apuñalaron con flechas acusadoras, los
llantos emergían de aquella masa de padres torturados por lo indecible, quería
desaparecer de la faz del planeta, haber sido yo la víctima.
Mi madre dijo, él ya dejó de sufrir,
ahora serás tú quien tendrá que padecer esta desgracia; momentos después
llegaron por mí, llevándome al Ministerio Público a declarar los hechos
ocurridos.
La herida nunca cerró ni cerrará, la
marca permanece, estoy en el ocaso de mi existencia, el dolor no ha menguado un
ápice, como un troquel quedó para siempre el trauma.
El resto, lo demás de esta fatal
historia, lo conocen y lo han sufrido todos
aquellos que conocimos y amamos a Jaime Luis Fonte Vázquez
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