EL DIOS
DEL ODIO
El odio
era una fea costumbre de aquel pueblo, lo practicaban desde la infancia, se
enseñaba en las escuelas sin recato, se heredaba la costumbre de generación en
generación; nació en la competencia inculcada por los patriarcas ancestrales,
cuando se disputaban la primacía.
El más
abominable era el verdugo que castigaba con saña indescriptible a los amables,
a los sonrientes, a los gentiles.
La
prisión encerraba a los complacientes, ser cordial era un delito inexcusable,
el amor el más despreciado de los pecados, los integrantes de esa horda de
rencores se apuñalaban por la espalda, se traicionaban todo el santo día, se
escupían, se empujaban, se insultaban, se lapidaban.
De
pequeños se hacían muecas, se asustaban con espantos, tropezaban con malévolas
trampas que los vecinos colocaban en los barrios.
Les
gustaba blasfemar, lanzar palos, ramas y troncos desde azoteas y balcones,
envenenaban tinacos, rompían tuberías y banquetas, se apostaban en las esquinas
para meter zancadillas a las ancianas; encaramados en las copas de los árboles,
arrojaban guijarros y terrones a perros y peatones.
Llenos
de legendarios resentimientos, les gustaba escarbar en sus vergüenzas y
ventilar sus iniquidades en plazas y camellones, odiando se envilecían,
hallaban siempre sujetos para descargar en ellos, su rabia; se desahogaban
hiriendo a los ingenuos, despelucaban a los ilusos antes de ejecutarlos en las
cloacas donde los sumergían.
La ira
se extendía por aquellas aldeas desde la alborada, tocaban la campana y al
unísono comenzaban a vociferar toda clase de insolencias contra familiares y
semejantes, les temblaban los cachetes de tanta leperada.
Así les
iba, ensartaban carneros y mujeres en la misma lanza, para luego asarlos en
enormes hogueras prendidas con lenguas de fuego, emanadas de leña verde.
Prendían el comal donde cosían a sus amigos, convidados y huéspedes.
Detestables,
abominables y odiosos se disputaban honores y privilegios, todos sucumbían en
medio de la envidia corrosiva que mutuamente se profesaban.
Eran
vengativos irredentos, castigaban la bondad, premiaban el crimen, condenaban el
perdón, despreciaban la nobleza del corazón, ponderaban la cobardía, ensalzaban
la venganza, homenajeaban al ladrón, alababan al tramposo, encumbraban al
corrupto, defendían la impunidad.
Era una
secta depravada, había caído tras los umbrales de la decencia, se estafaban
todo el tiempo, se burlaban desde sus camastros con puñal en mano, con un ojo
abierto y el otro también, esperando a quien cortarle el cuello.
Sus
fiestas eran aquelarres donde su deidad llevaba la batuta en ceremonias de
sangre; como vándalos desbocados destrozaban cristales, bóvedas y torres, con
fervor le rezaban a su dios y éste complacido les agradecía desde los cielos.
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