EL AGUJERO
El
hoyo se ensanchaba cada vez más, un torrente de agua gigantesco penetraba
dentro del fondo de la nave, algo había impactado la eslora del buque ¿un
torpedo, un arrecife? No lo sabía, pero velozmente se inundaba el interior.
Al
notarlo el Contramaestre parpadeó unos instantes, como para cerciorarse de
estar despierto, las calderas pronto quedaron sumergidas dentro de las
turbulentas aguas; turbinas, válvulas, tableros, cables y fusibles se perdieron
de vista.
Arrancó
desesperado a subir el switch de alarma general, pero fue inútil, la corriente
penetraba furiosa ¿Podría él solo cerrar la enorme compuerta que hubiera
sellado el compartimento de motores? Lo intentó denodadamente, pero estaba
trabada, la aseguraba secreta combinación, necesitaría ayuda con urgencia;
subió las escaleras como de rayo, pasó por los diferentes niveles hasta llegar
a la plataforma superficial del navío.
Allá
arriba todo era jolgorio, pasajeros y tripulación departían festejando y
glorificando aquel recreativo paseo marino, bailando, cantando y brindando a
carcajada batiente; gritó con fuerza inusitada sobre el peligro inminente,
nadie le prestó atención, ni siquiera lo tomaron en cuenta.
Corrió
por pasillos y terrazas, se metió entre la gente, apartando codos, hombros y
rodillas, dando alaridos de alerta;
parecían sordos, idos o borrachos, nadie atendía sus berridos de
advertencia.
Desde
el puente de proa vio al Almirante que pronunciaba un discurso, para él
ininteligible, escabulléndose entre la multitud se acercó agitando los brazos,
pero lo silenciaron con amenazas, puños y sogas; los labios del Capitán
enfatizaban los logros de la travesía y la fortaleza del trasatlántico.
Larga
perorata que exaltaba las cualidades del viaje, aglomerados marineros y
turistas, escuchaban con cuidado las palabras del Almirante que se desplazaba
entre peldaños y descansos de aquella fabulosa estructura de acero que, hasta
entonces, flotaba sobre un mar sereno e
inconmensurable.
-¡Capitán!
¡Por favor! ¡Escúcheme! ¡Óigame! ¡Hágame
caso! – gritaba desaforado hasta desgañitarse; pero nadie se dignaba siquiera verlo, todos ahí, enfocaban su atención en las
dulces palabras de la voz del Almirante, Capitán del buque.
Trepaba
en mástiles, abría ventanas y puertas, se asomaba en salones y recintos,
zarandeaba pasajeros, sacudía oficiales, se arrodillaba frente a mecánicos,
suplicaba a marineros; pero todos estaban absortos en las hipnóticas voces del
Capitán, mismas que también se dejaban oír por las bocinas; lo hacían a un lado
a empujones.
-¡Cállate,
no interrumpas, deja oír lo que dice el Capitán!
No hay comentarios:
Publicar un comentario