miércoles, 24 de septiembre de 2014

EL ESPEJO



EL  ESPEJO

La imagen de la mujer ideal palpitaba en su mente desde siempre, algunos de sus atributos correspondían a las cualidades que veía destellar de su madre; la sensualidad fantaseada la había copiado de algunas de sus heroínas cinematográficas de la infancia, aquella maravillosa bucanera que pirateaba veloces fragatas acechando en el Caribe, también le habían inspirado las atrevidas trapecistas que se mecían desafiando las alturas en el circo y las esculturales bellezas que con provocativos y escotados bikinis paseaban majestuosamente en los gigantes paquidermos de los desfiles legendarios.

Su memoria guardaba celosamente aquellas deíficas esculturas, esas virtuales figuras que idolatraba con secreta pasión y que inundaban sus sueños con inusitada frecuencia.

Le sonreían, le tentaban, lo rodeaban de besos, lo rozaban con caricias, las abrazaba y hasta llegaba a poseerlas durante algunas de sus más avezadas aventuras oníricas.

Modelos perfectas, diseñadas a su antojo, pintadas a su capricho masculino, había llegado a conformar aquella mujer sin tacha, esa perfección que latía incesantemente en su cabeza y que intentaba trasladar a carne y hueso, utilizando amigas, compañeras, conocidas o simplemente paseantes de la ciudad.

Cristina, Gabriela, Elsa, Olga, Patricia, Sandra, Teresa, Guillermina, Daniela, Mónica, Clara y muchas otras ninfas más de las que no recordaba sus nombres, todas habían sido sujetas de su fantasía interna.

A cada una en su momento la había elevado en aquel pedestal imaginario, les colocaba ese conjunto de atributos ideales que guardaba en sus neuronas, las vestía con cualidades figuradas que solo cumplía su modelo virtual.

La realidad de las candidatas distaba mucho de ajustarse a la soñada, la piel no era así de nacarada y tersa, la estatura quedaba corta, la complexión real era desgarbada, la voz decepcionante, las manos torcidas, la mirada extraviada, los labios secos y partidos, los dientes picados, el pelo opaco, la sonrisa apagada, las ideas atascadas.

Pero él insistía, cerraba los ojos, la imaginaba dulce y cariñosa, ardiente y sensual, dispuesta a entregarse; pero luego levantaba la cortina de sus párpados y se enfrentaba a la cruda, amarga y ponzoñosa  realidad, con la que peleaba desde su mente atormentada.

Paulatinamente el maquillaje se derretía para descubrir al esperpento que enfrente tenía, ese adefesio que acumulaba tantos defectos, tantas anomalías, tantas deformaciones como las que el mismo se vio al reflejarse en el espejo.        

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