EL ESPEJO
La
imagen de la mujer ideal palpitaba en su mente desde siempre, algunos de sus
atributos correspondían a las cualidades que veía destellar de su madre; la
sensualidad fantaseada la había copiado de algunas de sus heroínas
cinematográficas de la infancia, aquella maravillosa bucanera que pirateaba
veloces fragatas acechando en el Caribe, también le habían inspirado las
atrevidas trapecistas que se mecían desafiando las alturas en el circo y las
esculturales bellezas que con provocativos y escotados bikinis paseaban
majestuosamente en los gigantes paquidermos de los desfiles legendarios.
Su
memoria guardaba celosamente aquellas deíficas esculturas, esas virtuales
figuras que idolatraba con secreta pasión y que inundaban sus sueños con
inusitada frecuencia.
Le
sonreían, le tentaban, lo rodeaban de besos, lo rozaban con caricias, las
abrazaba y hasta llegaba a poseerlas durante algunas de sus más avezadas
aventuras oníricas.
Modelos
perfectas, diseñadas a su antojo, pintadas a su capricho masculino, había
llegado a conformar aquella mujer sin tacha, esa perfección que latía
incesantemente en su cabeza y que intentaba trasladar a carne y hueso,
utilizando amigas, compañeras, conocidas o simplemente paseantes de la ciudad.
Cristina,
Gabriela, Elsa, Olga, Patricia, Sandra, Teresa, Guillermina, Daniela, Mónica,
Clara y muchas otras ninfas más de las que no recordaba sus nombres, todas
habían sido sujetas de su fantasía interna.
A cada
una en su momento la había elevado en aquel pedestal imaginario, les colocaba
ese conjunto de atributos ideales que guardaba en sus neuronas, las vestía con
cualidades figuradas que solo cumplía su modelo virtual.
La
realidad de las candidatas distaba mucho de ajustarse a la soñada, la piel no
era así de nacarada y tersa, la estatura quedaba corta, la complexión real era
desgarbada, la voz decepcionante, las manos torcidas, la mirada extraviada, los
labios secos y partidos, los dientes picados, el pelo opaco, la sonrisa
apagada, las ideas atascadas.
Pero él
insistía, cerraba los ojos, la imaginaba dulce y cariñosa, ardiente y sensual,
dispuesta a entregarse; pero luego levantaba la cortina de sus párpados y se
enfrentaba a la cruda, amarga y ponzoñosa
realidad, con la que peleaba desde su mente atormentada.
Paulatinamente
el maquillaje se derretía para descubrir al esperpento que enfrente tenía, ese
adefesio que acumulaba tantos defectos, tantas anomalías, tantas deformaciones
como las que el mismo se vio al reflejarse en el espejo.
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