lunes, 28 de septiembre de 2015

EL ORIGEN DE LA RELIGIÓN



EL ORIGEN DE LA RELIGION

 El hombre primitivo, allá en los albores de su diferenciación, allá cuando su pensamiento le  empezaba  a  aconsejar la reflexión sobre los problemas de la subsistencia, mismos que se hacían cada vez más apremiantes; en su intento por descifrar los secretos que le ocultaba la naturaleza madre, buscó la forma de granjearse la simpatía de las fuerzas que no comprendía.
Así el hombre indujo a los dioses, conceptuándolos dentro de un esquema religioso que le permitiera intercambiar favores por sacrificios, oraciones por protección, plegarias por seguridad, promesas por fe, salvación por fidelidad, sabiduría por entrega, sumisión a los sacerdotes por recompensas después de la muerte.
Los eventos meteorológicos combinados con los astros celestiales formaban un menú cosmogónico, la alegoría deífica, la idolatría hacia lo fenomenal.
El dios de la lluvia, el de la guerra, el del mar, el de los infiernos;  la diosa de la fertilidad, la del amor, la de las artes.
El sol, Júpiter, Neptuno, Urano, la luna; no fueron acaso dioses (?), pero se esfumaron entre los tiempos, se alejaron de la tierra, las aguas los ahogaron.
Allá vienen las tribus nómadeando sobre nuevos territorios llenos de promesas, tierras de esperanza, suelos fértiles como los vientres de las hembras en celo.
Desde entonces los chamanes ejercen una prepotente influencia en el carácter de los pueblos, los hacen medrosos y timoratos a la hora de enfrentar el absoluto desamparo en el que nos encontramos.
El poder emana y desciende directamente de los dioses, así la autoridad imperial es endosada en contubernio con los magos. Los brujos son los amos de la conciencia, han sepultado a la razón bajo su puño y bota.
Las religiones van de la mano con la superchería, el dogmatismo, la sinrazón, lo absurdo, la superstición y el fanatismo. He ahí el cóctel que envenena al hombre, lo disminuye a tal grado que le impide pensar por sí mismo, ser él mismo.
El hombre debe y tiene que pensar lo aceptado oficialmente, lo que cree y supone que aceptarán sus congéneres. Es casi títere, un guiñol, una auténtica marioneta manipulada desde dentro por una siniestra mano externa que se remonta milenariamente; el hombre ya no piensa, no decide, si no que dice lo que tiene que pensar de acuerdo a un esquema autorizado, que ve con beneplácito el sometimiento de la conciencia a una ciega fe en los dogmas.
Gente que ruega a dios que le de fe, es como si la presa pugnara por darle parque al cazador. Orar, entonces, si no es más que una simple alabanza, se convierte en una negociación de estira y afloja, en una escaramuza de lamentaciones, en una labor de convencimiento cuando no en una de conmiseraciones, en un toma y daca, en un grito de auxilio cuando la angustia ha rebasado los límites de la resistencia.
No pudo el hombre primitivo prescindir de la protección sublime, solo el hombre se preguntaba acerca de su existencia, de su origen, de su pasado, de su futuro; el hombre desamparado, la criatura más frágil, más inteligente, más valiente y dotada del planeta.
Ahí quedaba totalmente abandonado a su suerte mortal conforme se ensanchaba su incipiente conciencia, cómo quedar expuesto a ese gran vacío que implica lo absoluto, a esa inmensa nada que se abre en su mente cuando no encuentra respuestas válidas a su interrogante existencial (?).
Debe haber algo que explique esta vacuidad y ahí están esos relámpagos venidos de ultramar, ese temblor de tierra, ese obscurecerse el día para dar paso a la luna, ese enorme disco que calienta al día.
Ellos hacen llover, del cielo cae el agua que bebemos, la que hace madurar las frutas dulces de la arboleda, ellos hacen que la montaña truene y vomite lodo de fuego, que escupa rocas de aquel tamaño.
Los dioses se enojan y se vengan en nosotros, por ello debemos tenerlos contentos, los brujos dicen que hagamos holocausto, que celebremos sacrificio en su honor para obtener el perdón.
Cuántos dioses ha habido desde lo que la humanidad  habita este planeta (?), antes de que arribara el hombre no había ni fantasmas ni espantos. Los dinosaurios no fueron religiosos, tampoco sabemos nada acerca de los reptiles con respecto a ceremonias o cosas por el estilo. Somos así los únicos de esta creación con este tipo de inquietudes teológicas, porque tenemos la legítima curiosidad de respuestas.
Cada grupo étnico de nuestra especie desarrolló por su parte esta ansiedad, esta premura que indaga sobre lo absurdo de la vida y nos preguntamos: ¿Qué caso tendrán las estrellas del firmamento si no hubiese testigos que las vieran? ¿Qué razón de los santos, de los arcángeles, de los demonios y de toda esa clase seres virtuales, si no hubiera habido seres pensantes que les imaginaran?
Estamos aquí hace millones de años, rompiéndonos el cráneo para adivinar nuestro origen y destino, picando piedra, rascando aquí y allá para desentrañar pedacitos de verdad.      

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