QUIETO EN LA MUERTE
Tenía tanto
miedo de morir como de dejar de vivir, no quería respirar más que lo
estrictamente indispensable, no moverse, no gastar su energía, no esforzarse,
no fuera siendo que se lastimara, no exponerse a los aires ni al sol ni al
polvo ni al calor ni al frío ni a los agentes patógenos, debía protegerse de
las epidemias, por eso se quedaba quieto, quieto.
Renunció a
todo riesgo, no volvería a ser feliz ni a gozar de alegrías, jamás regresaría a
fumar, nunca tomar una copa, dormiría como un lirón, solo comería frutas y
verduras frescas, crudas y desinfectadas, jamás volvería a probar carnitas,
pozole, menudo, gorditas ni chicharrón; protegería su garganta, su pecho y sus
articulaciones, al igual que su vista, dejaría entonces de leer y ver
pantallas, mantendría los ojos casi cerrados para conservarlos nuevos, se
sometería a la más rigurosa disciplina para no arriesgar su salud.
Le asustaban
todas las enfermedades, el solo imaginar la pobreza le provocaba urticaria;
ahora sobrevivía enredado en sus cobijas para que la intemperie no lo rozara,
alejaba los malos pensamientos concupiscentes, rechazaba las tentaciones
eróticas de las que había sido esclavo, de hoy en adelante el arrepentimiento
sería su guía, nunca regresaría a esos placeres de los que había sido preso.
No volvería
a pecar, ni a blasfemar ni insultar ni criticar, aceptaría con abnegación y en
absoluto silencio todo lo que sucediera, no replicaría, obedecería sin
parpadear y solo haría lo estrictamente correcto, sería impecable, no daría un
solo motivo para ser reprendido, nadie le podría llamar la atención, actuaría
con absoluto sigilo, pasaría inadvertido, no lo podrían señalar por mínima que
fuese la falta, jamás cometería una.
No se
arriesgaría a ningún peligro, ya no subiría a ningún vehículo, ni confiaría en
nadie ni en nada, huiría de los problemas, no se enteraría más de tragedias y
conflagraciones, tampoco de erupciones, temblores ni tormentas, el sol no
volvería a quemar con sus rayos su piel ni el viento a llenarlo de tierra.
Le angustiaba
ser atropellado, por eso se guardó herméticamente en su alcoba, le atormentaba
ir al campo donde podía ser embestido por alguna res o devorado por la serpiente,
el coyote o la zorra; sentía pavor con los perros, cuando los oía a lo lejos
ladrar, se le desorbitaban de miedo los ojos, podía ser mordido y contagiado de
rabia; le atemorizaban ratas, ratones y gatos, por eso no salía ni a la
esquina.
Odiaba los
insectos, moscas y cucarachas; le daban asco las lagartijas y los tordos náuseas, hormigas y avispas pavor, por
eso se enconchaba pálido tiritando en su catre.
Era alérgico al polen de rosas, claveles y tulipanes, todas las flores
le provocaban dolor y tristeza, se deprimía con canarios, pericos, colibrís y
mariposas, todo le hacía daño.
Quería
vacunarse contra todo, en el fondo reconocía que se estaba yendo. Aferrado en
su delirio, suplicaba un minuto más de agonía, pero no, el tiempo se extinguía,
el miedo lo penetraba ¿Qué traía en su conciencia?
¿Qué no se
habían ya olvidado sus robos, sus abusos, sus fraudes, sus delitos, sus
crueldades, sus crímenes? ¿Qué no había ya pagado sus culpas? ¿Acaso sus
donaciones a las mejores causas no contaban? Había pedido perdón en silencio a
las viudas, a los huérfanos, a los heridos e inválidos que había mandado
torturar, había regalado al obispo canastas pletóricas de buenos vinos y de
dulces. ¿Por qué no se apiadaban con él ahora los dioses? Dejándolo vivir siquiera
unos minutos más.
Abría los
ojos, para repeler la muerte que lo chupaba, lo jalaba, se lo comía.
Ya no hay
prisa - le dijeron voces celestiales-, ya no hay apuro, nada que hacer; si nada
debes y nada te deben, descansa en paz - y se quedó muerto, como dormido.
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