SUICIDIO COLECTIVO
Como plaga se extendía el suicidio, se había puesto de moda en el
mundo, alguien decía que era debido a tanta prohibición, a la represión
ejercida por el modo de vida tan distante al alma del hombre; otros por el
contrario, argumentaban que era por tanto libertinaje permitido.
La epidemia no discutía razones, había empezado cuando el Congreso
expidió el decreto condenando a la eutanasia como delito grave; en hospitales,
clínicas y sanatorios se intentaba detener. No obstante médicos y enfermeras
eran cómplices del crimen, al fomentar entre los pacientes terminales esta
práctica, recomendándola no solo para atenuar sus dolores sino para acabar
definitivamente con ellos, la panacea para todos los males, la única salida
segura, era morir serenamente, sin angustias.
Después los mismos galenos la ejercían sobre sí mismos, enfermeras y
para médicos les seguían a corta distancia, el contagio siguió en universidades,
colegios, primarias, secundarias y bachilleratos; maestros y alumnos se
colgaban de postes y rejas.
En los laboratorios se formulaban pócimas que abreviaban el
sufrimiento de la existencia, cada vez se encontraban mejores mortíferos
venenos, con una demanda creciendo de manera exponencial, las funerarias hacían
su agosto, los panteones reventaban de sepelios, pero vacíos de condolidos.
Las oficinas burocráticas parecían funerarias donde los cadáveres se
pudrían encima de escritorios y taburetes, las computadoras, impresoras y copiadoras volcadas sobre los
cuerpos inertes, aún parpadeaban sus luces.
No había suficientes ambulancias para el traslado a los cementerios
donde ya no había espacio para las tumbas nuevas, se abarrotaban los restos
mortuorios de los suicidas en las fosas comunes que, a última hora, habían
logrado abrir excavadoras y palas Caterpilar, antes de que sus operadores se
cortaran la venas.
Calles, banquetas y camellones estaban saturadas de moribundos, unos
encajándose navajas en el cuello, otros inyectándose concentradas drogas en las
arterias, otros más ingiriendo cianuro, estricnina, curare, cicuta y otros tóxicos
brebajes a grandes tragos, los más pobres se estrangulaban con las uñas.
Los soldados, policías y cadetes siguieron a los sicarios, policías y
presos que siempre encontraban ingeniosas maneras de acabar con su vida, se
daban un solo tiro, el de gracia, así yacían desangrándose tirados en pasillos,
gradas y jardines.
Las mujeres no se quedaban atrás, se ahogaban con sus rebozos o se
ahorcaban con sus delantales, bebían sosa cáustica hasta retorcerse en el piso,
como trapeadores sin cubeta.
Se colgaron curas, obispos y cardenales; no había quedado un solo
monje, el papa se arrojó de la cúpula de la catedral de San Pedro, quedando sus
despojos esparcidos en la plancha del Vaticano.
El suicidio colectivo a nadie perdonó, pronto los negocios mercantiles
quedaron desiertos, los clientes fallecían por todos lados, las deudas antes
aseguradas quedaron pendientes, las hipotecas suspendidas, los pagarés varados
en las carteras vencidas, los cheques atorados en las cuentas por cobrar.
Las pantallas de los televisores eran letra muerta, los anuncios
inútiles, la publicidad obsoleta, las acciones desparramadas en el polvo, los
impuestos detenidos, la corrupción estancada, el ruido de las ciudades acallado
por el aletear de los zopilotes y el crujir de las mandíbulas de hienas y
chacales.
La ola no distinguía ancianos, adultos, jóvenes y niños; todos escapaban
del horror en que había convertido la vida humana, por causa de los poderosos intereses económicos, de un
puñado de ambiciosos, enfermos de codicia.
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