viernes, 11 de enero de 2013


SUICIDIO COLECTIVO

Como plaga se extendía el suicidio, se había puesto de moda en el mundo, alguien decía que era debido a tanta prohibición, a la represión ejercida por el modo de vida tan distante al alma del hombre; otros por el contrario, argumentaban que era por tanto libertinaje permitido.

La epidemia no discutía razones, había empezado cuando el Congreso expidió el decreto condenando a la eutanasia como delito grave; en hospitales, clínicas y sanatorios se intentaba detener. No obstante médicos y enfermeras eran cómplices del crimen, al fomentar entre los pacientes terminales esta práctica, recomendándola no solo para atenuar sus dolores sino para acabar definitivamente con ellos, la panacea para todos los males, la única salida segura, era morir serenamente, sin angustias.

Después los mismos galenos la ejercían sobre sí mismos, enfermeras y para médicos les seguían a corta distancia, el contagio siguió en universidades, colegios, primarias, secundarias y bachilleratos; maestros y alumnos se colgaban de postes y rejas.

En los laboratorios se formulaban pócimas que abreviaban el sufrimiento de la existencia, cada vez se encontraban mejores mortíferos venenos, con una demanda creciendo de manera exponencial, las funerarias hacían su agosto, los panteones reventaban de sepelios, pero vacíos de condolidos.

Las oficinas burocráticas parecían funerarias donde los cadáveres se pudrían encima de escritorios y taburetes, las computadoras,  impresoras y copiadoras volcadas sobre los cuerpos inertes, aún parpadeaban sus luces.

No había suficientes ambulancias para el traslado a los cementerios donde ya no había espacio para las tumbas nuevas, se abarrotaban los restos mortuorios de los suicidas en las fosas comunes que, a última hora, habían logrado abrir excavadoras y palas Caterpilar, antes de que sus operadores se cortaran la venas.

Calles, banquetas y camellones estaban saturadas de moribundos, unos encajándose navajas en el cuello, otros inyectándose concentradas drogas en las arterias, otros más ingiriendo cianuro, estricnina, curare, cicuta y otros tóxicos brebajes a grandes tragos, los más pobres se estrangulaban con las uñas.

Los soldados, policías y cadetes siguieron a los sicarios, policías y presos que siempre encontraban ingeniosas maneras de acabar con su vida, se daban un solo tiro, el de gracia, así yacían desangrándose tirados en pasillos, gradas y jardines.

Las mujeres no se quedaban atrás, se ahogaban con sus rebozos o se ahorcaban con sus delantales, bebían sosa cáustica hasta retorcerse en el piso, como trapeadores sin cubeta.

Se colgaron curas, obispos y cardenales; no había quedado un solo monje, el papa se arrojó de la cúpula de la catedral de San Pedro, quedando sus despojos esparcidos en la plancha del Vaticano.

El suicidio colectivo a nadie perdonó, pronto los negocios mercantiles quedaron desiertos, los clientes fallecían por todos lados, las deudas antes aseguradas quedaron pendientes, las hipotecas suspendidas, los pagarés varados en las carteras vencidas, los cheques atorados en las cuentas por cobrar.

Las pantallas de los televisores eran letra muerta, los anuncios inútiles, la publicidad obsoleta, las acciones desparramadas en el polvo, los impuestos detenidos, la corrupción estancada, el ruido de las ciudades acallado por el aletear de los zopilotes y el crujir de las mandíbulas de hienas y chacales.

La ola no distinguía ancianos, adultos, jóvenes y niños; todos escapaban del horror en que había convertido la vida humana, por causa de  los poderosos intereses económicos, de un puñado de ambiciosos, enfermos de codicia.        

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