LA
OPINIÓN PÚBLICA
La
opinión pública depende de la opinión de las élites, es absolutamente
manipulable, se mece a la deriva de los medios que, como soplo de viento, mueve al navío.
La
opinión pública se afianza, se ancla en conservar el estatuo-quo, todo le
parece amenazante, es demasiado temerosa, no puede ni pensar ni actuar por sí
misma, espera la señal, aguarda a lo que dicten las cúpulas; se resiste al
cambio, por principio se opone a toda transformación, si no lo aprueban o lo dictan sus autoridades,
es reticente ante los desafíos de los tiempos nuevos.
Nace en
la ignorancia, es renuente al análisis, inepta para profundizar en los problemas
sociales que aquejan al país; pero es mayoritaria, es ese su único y suficiente
valor.
Huestes
acarreadas acá, masas y contingentes para allá, tribus y tumultos acullá; la
opinión pública es una veleta que gira y apunta adonde le señale el locutor, el
comentarista, el encuestador, el sacerdote, el líder, el presidente, la
autoridad.
Es el
eco del frontón donde rebota amplificada la voz autorizada por el poder,
aquella que a martillazos ha sido troquelada en su escasa memoria.
La
opinión pública puede apoyar –verosímilmente – hasta su deterioro, su
destrucción y hasta su desgracia; aplaude cuando se lo mandan, se arrodilla
cuando se lo ordenan, se levanta y se sienta al ritmo que le marquen, elige de
acuerdo como se lo señalen.
La
opinión pública es amorfa, estática, superficial y obedece a estímulos banales,
sigue la moda como el pez a la carnada; pan y circo es su alimento, es pasiva y
desesperante, incapaz de tomar decisiones autónomas, se oculta de miedo en las
urbes, en los barrios, en los conjuntos habitacionales, en las vecindades, en
los fraccionamientos, en los suburbios, en el anonimato de las peregrinaciones.
Prefiere
hacer penitencia por adelantado, antes de pecar; no hacer ruido para no ser
detectada, la opinión pública no es confiable, no es digna de crédito.
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