EL ANARQUISTA
Se resistía a cambiar, mil veces les
había respondido que le dejaran ser, que
estaba harto de escuchar sermones,
consejos y recomendaciones, bajar la cabeza y aceptar sus reprimendas.
¿Por qué me corrigen? Se preguntaba,
pero todos continuaban sus regaños, le castigaban con desprecios, con
empujones, con insultos; lo señalaban con índice acusador.
Le decían: sé como todos los demás, no
te salgas del rebaño, no te apartes de la manada, fórmate en la fila, aprende,
por eso nadie te quiere.
No seas así, insistían te ves mal,
acóplate, intégrate, subordínate, disciplínate, no pierdas el paso, no te
salgas de tono.
Renuncia a tus caprichos, a tus
placeres, a tus gustos, a tus tentaciones; pon un alto, un hasta aquí a tus
deseos, aplaca tus instintos.
Confiésate, arrepiéntete, ponte una
corona de espinas en la frente, rasga tus vestiduras, perfórate las
extremidades y en señal de remordimiento crucifícate en el árbol más alto.
¡No! – Les decía – ¡déjenme en paz! – Les
gritaba – No se metan conmigo, ustedes no existen, son mi pesadilla, así vociferaba cuando amarrado se lo llevaron
en esa ambulancia.
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