Con la fatiga de un día más se instaló bajo las cobijas para
sumergirse en la inconsciencia reparadora de un feliz sueño, pero su
consciencia encendida no lograba desconectarse de ciertos hechos recién acecidos,
acontecimientos intrascendentes a la luz de la razón; no obstante esas
pequeñeces lo asaltaban privándolo del descanso que tanto anhelaba.
Ya no quiso saber nada, esas insulsas imágenes lo atormentaban,
inútil era borrarlas, aparecían con más ahínco cuando dando vueltas en la cama
las intentaba desdibujar. Esas escenas
le atormentaban, quería apagar esas figuras que con insistencia inexplicable
irrumpían su paz interior.
Luchó ardua y tenazmente contra el insomnio que lo invadía,
pero en balde, era como querer apagar un incendio con un gotero. La mente lo traicionaba,
en vez de comportarse como aliada lo hacía como enemiga, llegó a suplicarle en
medio de la negrura y el silencio de la noche, se imaginaba postrado rogando
suspender aquellas escenas que había prohibido reproducir, pero su mente
continuaba torturando con el mismo flagelo una y mil veces.
Preocupaciones inicuas, pueriles, insensatas, estériles pero
que lo tenían cercado, preso de su recurrencia impúdica, sacudía su cabeza en
el afán de espantar aquellas ocurrencias descabelladas pero rebotaban
regresando con mayor insidia. Aparecía
derrotado, perdía todo, intentaba nuevos ángulos, otras perspectivas, pero su
mente no cedía sus ruegos.
Aquello no debió ocurrir, lo sabía, pero no había remedio,
nada ya podía cambiar, sin embargo su mente se lo embarraba en el rostro con
saña inaudita. Lo que pasó no era su culpa, hubiese querido que las cosas
fuesen distintas, ya ningún arrepentimiento valía, el ayer había sido así y no
había otro.
Su mente esa noche fue implacable, la noche se hizo casi eterna,
no fue sino hasta el alba cuando se incorporó y de un baño de agua fría logró
desbaratar aquel insomnio.
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