LOS IDÓLATRAS
Cuando los
españoles iniciaron la conquista de México, encontraron una enorme ventaja para
someter a los indígenas de América, eran totalmente supersticiosos y de
naturaleza profundamente idolátrica.
Hernán
Cortés escribió al Rey de España Carlos V: Los habitantes de estas tierras son
idólatras, por lo que será muy fácil someterlos, solo sustituiremos sus dioses
por nuestro señor Jesucristo; he aquí esta perversa estrategia que ha resultado
de gran eficiencia, para tener doblegado al pueblo.
Hasta el día
de hoy prevalece esa costumbre tan arraigada en su sangre, ahí les tienen,
profesando sumisión absoluta a quien sea y a lo que sea; de sus entrañas nace
la idolatría a dioses de barro, cantera, o carne y hueso; basta colocarles
enfrente un ídolo, para que se rindan sin tapujos ante él; síntoma inequívoco de
primitivismo, lo que es muy conveniente para dominarles, explotarlos y
robarlos.
Ávidos de
vergonzosa idolatría, base para su rendición abnegada, lo demostró Moctezuma,
que anticipando la llegada de los depredadores peninsulares por supersticiones
proféticas de los brujos, entregó el Imperio Azteca, en manos de un puñado de
delincuentes hispanos que, sin respeto
alguno, destruyeron sus templos e imágenes de piedra, para erigir altares, capillas
y catedrales provenientes del viejo mundo europeo. En esta sumisión anticipada,
se basa el malinchismo que prevalece con mayor fuerza cada vez, el desprecio a lo autóctono y la admiración
irracional a lo extranjero. ¡Qué fácil resulta engañar a los fieles
idólatras!
Llega el
Papa, el jerarca romano y encuentra un torrente de idólatras tendido a sus
pies, les llena el hueco idolátrico ancestral; cuando lo ven irradian
felicidad, lloran de gusto, se sienten salvados del amenazante infierno
prometido, suplican milagros para atenuar su pobreza, piden, rezan, oran, se
hincan y se acongojan; se va el Papa y vuelven a su miseria, en espera de un
próximo retorno del Pontífice argentino, quieren quedárselo, como si ese
prelado no fuera un ser humano como cualquiera. Es la parafernalia con que se
acompaña el espectáculo vaticano, no importa que sea Bergoglio, Ratzinger o
Wojtyla; si fuese un simple monigote disfrazado de Cardenal, sería lo mismo, la
cuestión es dar rienda suelta a su idolatría.
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