NADAKEDA
Nadakeda era
su nombre, venía del oriente todavía lejano, tierras inhóspitas para los
europeos; decían que era muy milagroso, su fama se extendió por toda el Asia,
la gente le seguía, los leprosos, los sifilíticos, los tísicos, los
tuberculosos, los sidosos; puros menesterosos traía tras de sí.
Buscaban alivio
para sus dolencias, sus sufrimientos, su hambre, su dolor, su abandono y
soledad.
Nadakeda huía
despavorido de aquella chusma de perdedores que le imploraban milagros a él,
que no sabía qué era eso.
-¡Nadakeda! Por
favor no nos abandones, condúcenos a tu reino, llévanos contigo, allá donde cuelgan
deliciosos manjares de los ciruelos, miel escurriendo de los magueyes y vino
corriendo en los arroyos.
Nadakeda
desesperado y tropezándose con las piedras negaba con la melena y murmuraba
para sí -¡Déjenme en paz, hijos del averno!-
-Alíviame
estos tumores que están fermentando -gritaba una anciana – quítame las hernias
- vomitaba un viejo- cálmame los nervios -escupía una señora - suspéndeme el
mareo -susurraba un joven y así todos le exigían la cura milagrosa, lo acosaban
desde todos los rincones.
Fatigado
llegó por fin al pozo sin fin y ahí se arrojó el Mago Nadakeda, para nunca
saber nada de sus seguidores.
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